Especial: El día que intenté copiar la navidad yanqui

Publicado el 23 diciembre 2014 por Jazmín Romero @jaz_de_ro
Los anuncios con imágenes de Papá Noel lo predijeron, desde fines de octubre: la navidad estaba cerca. Entre mis dudas sobre si ir a comprarme un budín sin fruta o sentarme a estudiar para los exámenes, ignoré el hecho y volví a mi burbuja. Hasta que no tuve más remedio que darme cuenta.
Un día, a la librería fui en busca de lapiceras,
mas no encontré lo que deseaba, la travesía fue ardua.
Había puros juguetes. Muñecas, soldados y pulseras.
¡Yo quería escribir! Me llevé la súper pistola de agua.

Así fue como llegó la primera semana de diciembre. Los adornos para el arbolito, pesebres, colgantes y led de colores me llamaban desde las góndolas. Cuando me di cuenta, había terminado comprándome todo, aunque luego no combinara.
Cuando noté que el año llegaba a su final
decidí dar a estas fiestas un toque sin igual.

Entonces se me ocurrió, mientras miraba con obsesión una pelotita de vidrio. La hermosa casita nevada en su interior parecía pacífica, interesante. Imaginé cómo sería vestirme de rojo y blanco, ver a Papá Noel –aka Santa Claus, aka El hombre gordo de los regalos­– entrando por mi chimenea para dejar cosas en los calcetines de cada miembro de la familia. Los niños bajando a la mañana siguiente a descubrir sus paquetes con alegría… ¿Por qué no hacer de mi navidad una igual a las de las películas?

Y puse manos a la obra, todo llené de cintas.
Rojo, verde y blanco. Muérdagos, ramas de pino.
Luces en las ventanas con mil formas distintas.
Tantas que, al poco tiempo, se las robó el vecino.

Decoré la casa con motivos de estrellas, muérdagos y cuadros con trineos, llevados por renos en un paisaje nevado. Era todo tan bonito que uno deseaba estar ahí metido, en lugar de fritarse con los cuarenta grados de temperatura de estas latitudes. El arbolito gigante en dorado quedó precioso, pero en mi apartamento monoambiente uno entraba y se quedaba ciego.
Lo siguiente fue plantar, como minas, diversos muñecos a pilas de Papá Noel. Los robotitos lanzaban sonoras carcajadas y se movían hacia los invitados como juguetes poseídos.
Luego llené la cocina con montañas de golosinas de chocolate, budines, panettones y turrones. En la nevera, cajas y cajas de bebidas como champagne, sidra, ananá fizz y derivados. Llegó un punto en el que tenía tantas cosas, que me senté a la siesta con mi hermano a tomar sidra con turrones. Nadie se dio cuenta de la falta. En fin.
Pude influir en la elección del menú, no tuve problemas.
Lo difícil fue crear un ambiente acorde a la fecha.
Ni el hogar, ni los calcetines, ni la blancura extrema.
Terminé comiendo amarrada a la pata de una mesa.

La cena fue todo un éxito. La comida hipercalórica invernal no recibió quejas de parte de mi familia. Es que siempre se comen estas cosas. Eso sí, nos cayó pesado a todos, pero el sueño de la película se vio cumplido en ese sentido. Lo que no pude lograr, fue encender mi chimenea improvisada en la sala de estar.
Mi madre me persiguió por toda la casa, hasta que logró quitarme el encendedor. El resto colaboró para mantenerme alejada del fuego en general. Con los cincuenta grados que hacía, se derretían las velas del centro de mesa, pero yo quería ver mi paisaje navideño invernal.
 

No me rendí con el resto del plan. La nieve loca funcionó de maravilla en el patio. Aunque alguien se acordó de mí cuando resbaló y cayó sentado. Es increíble cuánto pueden insultar las personas mayores, tienen un vocabulario muy florido debido a su experiencia.
Yo persistí en mi intención de crear buenos recuerdos para todos. Estaba convencida de que una navidad como la de la tele debía ser algo único.

La última parte del plan, el final esperado.
Felicidad tendríamos al dar la medianoche.
¿Y los regalos? Los niños preguntaron.
Cuando despierten, dije, y llovió el reproche.

Luego del brindis, las mascotas de la casa quedaron bien protegidas del ruido general al dar las doce. Entonces cometí un error. Quise mandar a los más pequeños a la cama, para que la ilusión de abrir sus paquetes se extendiera hasta la mañana. El berrinche fue descomunal. Nadie sabía que yo tenía la llave de armario en donde se guardaban. Puse toda mi voluntad en esto, no debía ceder el último pedacito de navidad.
El resultado fue que todos se unieron. En mi contra. Tuve que vigilar la puerta, alguien intentó derribarla con un hacha. No entendí el porqué de tantas ansias. La respuesta: había regalos para los mayores también.
Me pregunté si habría algo para mí, con lo que alguien leyó mi mente. Lo confirmaron. Había un paquete con mi nombre ahí adentro. Me dije que debía resistir, mis ideales no podían irse con tanta rapidez.
Para las doce y cuarto ya todos teníamos nuestros regalos.
Pero no todo fue consumismo, inviernos falsos y discusiones. El mejor obsequio que recibí fue el de ver lo que tenía a mi alrededor. Puro alcohol, quedaban varias botellas por vaciar. Olvidé mi plan macabro y al fin pude relajarme. Terminamos todos en la pileta de lona del patio, algunos bailando, otros sentados sobre los restos de nieve artificial.
Y después, las visitas.
Los mejores recuerdos que guardo de la mayoría de mis familiares lejanos es su llegada después de las doce. Ya habían comido, así que estaban de buen humor. Habían bebido un poco, así que eran graciosos. Llegaron primos lejanos, corrimos la mesa y las sillas, pusimos música y todos a bailar.

Al final descubrí el real espíritu de la navidad.
Pero no entra en la rima. El misterio quedará.

Sí, eso tampoco rima. No soy buena para estas cosas, es lo que hay.

¡Feliz navidad para todos! A los que crean, los que no crean, los que hayan pasado un buen año, los que necesiten olvidar, los que tengan nuevos planes macabros, los que vivan el día a día.
Gracias por acompañarme por acá. Cuando levante mi copa me acordaré de ustedes (¿Por qué? Nunca tenía paz). En fin, nos leemos luego.