Espiritualidad y honestidad intelectual: ¿son compatibles?

Por Rafael García Del Valle @erraticario

Thomas Metzinger se pregunta en su ensayo “Spirituality and Intelectual Honesty” si es posible que haya una espiritualidad honesta desde el punto de vista intelectual. Y cita para marcar su línea argumental a Krishnamurti, para quien la única espiritualidad posible era la incorruptibilidad con respecto a uno mismo.

No dejarse corromper por uno mismo significa no dejarse mentir a sí mismo: no dejarse llevar por la autocomplacencia, la autogratificación, el desprendimiento del pensamiento crítico y el olvido de toda dignidad intelectual.

La espiritualidad, en cuanto que proceso de conocimiento interior del sí mismo, tiene en su base un propósito epistémico al que se suma una intención de salvación o liberación cuyo objetivo es trascender la dualidad objeto-sujeto.

La honestidad intelectual, si de verdad se persigue un “conocerse a sí mismo” sincero, obliga a un compromiso con la búsqueda de la verdad en detrimento de todo interés personal, sea cual sea el resultado final. De lo contrario, todo el proceso es una absoluta mentira cuyo premio es muy tentador: sentirse bien.

Es así que no se trata únicamente de la aplicación de terapias y formas más o menos complejas de sanación y bienestar personal, sino que concierne a los ámbitos de la ética y la integridad personales, siendo parte del proceso de autoconocimiento el logro y aplicación de un elevado sistema de valores.

La búsqueda espiritual es, según Metzinger, una ética surgida del conocimiento de sí mediante una acción interior.

Por otra parte, se opone a cualquier tipo de organización religiosa o sistema teológico, pues la honestidad intelectual debe cuidarse de pretender conocer lo desconocido o incluso admitir la posibilidad de que lo desconocido sea incognoscible. Esto nos permite dar un paso más en el sendero espiritual, pues implica que el éxito no está garantizado y que, por el contrario, lo único cierto es la incertidumbre.

Bienestar personal

Fue con el ocaso de las religiones, allá por el último cuarto del siglo XIX, que emergió el anhelo espiritual del que nacerían los actuales sucedáneos a que nos acostumbra el mercadeo de la auto-ayuda y la otro-ayuda a precios divinos, y que no terminan de encajar con una espiritualidad auténtica por muchas que sean las puntadas remendonas que se le quieran dar.

Frente a la religiosidad en decadencia –seguramente por su componente dogmático y grupal que, aunque característico todavía de nuestro tiempo, no lo es de las conciencias más comprometidas con su desarrollo interior que, al fin y al cabo, son las interesadas por los asuntos de la trascendencia—, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar personal que en realidad es un mal disfraz del narcisismo y el deseo de ignorancia, en cuanto que la ignorancia protege de la asunción de responsabilidades.

En realidad, esto no deja de ser sino el resultado de un mal asumido enfrentamiento con el dogma religioso tradicional mediante su antagonista ley del “todo vale”, la cual es, paradójica pero lógicamente, impuesta como dogma que sustituye al anterior, pero dogma al fin y al cabo. Y digo lógicamente porque, en cuanto que el antagonista sólo existe gracias al protagonista, es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando no se supera el pensamiento de una época y las sombras, en términos junguianos, se proyectan inevitablemente al haber sido reprimidas, no trascendidas.

Siguiendo un ensayo de Vanina Papalini sobre el tema, “La moral de Dorian Gray“, la autora expone el marco de referencia:

Las teorías de la postmodernidad han hecho hincapié en el narcisismo como rasgo de la época, describiendo sujetos centrados sobre sí mismos y ajenos al dolor de un mundo que parece experimentar los últimos estertores de la muerte. Muchas de las descripciones más expandidas encuentran sus raíces en la obra La era del vacío, de Gilles Lipovetsky.

Para Lipovetsky, la sociedad actual está caracterizada por el prefijo “auto”, que implica acción para sí y define el ideal de la soberanía individual.

El sujeto es origen y destino de la acción, una acción motivada por el principio del placer y el goce sensual; de allí que el cuerpo aparezca en primer plano y la seducción continua sea clave en la lógica de las relaciones contemporáneas.

La búsqueda espiritual de esta época ha sido reconducida mediante la aspiración a obtener poderes y técnicas que faciliten un porvenir cómodo desde la perspectiva física y psicológica. En el proceso, se considera que el esfuerzo es un error y los gurúes de la autoayuda, en su competición por hacer más atractivo el camino que ofrecen, han llegado al punto en que se garantiza la meta sin que siquiera sea necesario partir.

Como parte de la mentalidad de consumo que es, este tipo de “espiritualidad” entiende que es posible comprar las llaves de la trascendencia. Basta con tener el dinero para pagarse el taller que en tres días proporciona lo que los tontos místicos han tardado toda una vida. Y como parte de la susodicha mentalidad de consumo, se entiende que el desarrollo interior está regido por las leyes del capitalismo, esto es, en términos de rapidez, comodidad y eficacia.

Esto no es sino un reflejo más de una sociedad improductiva e inútil en términos de Lipovetsky, basada en la búsqueda del placer donde han ido desapareciendo los límites morales y los códigos éticos. Si antes se primaba la acumulación para garantizar la comodidad futura, ahora prevalece la gratificación inmediata y un estado permanente de deseo insaciable.

En términos de Viktor Frankl, cuando se apunta al placer como prioridad y se pierde todo sentido profundo de la vida, la crisis está garantizada. En el prólogo a su libro El hombre doliente leemos:

Ambas cosas, la realización de un sentido y el encuentro humano, ofrecen al hombre un fundamento para la felicidad y el placer. Pero en el neurótico esta aspiración primaria se desvía hacia una búsqueda directa de la felicidad, hacia un deseo de placer. En lugar de ser el placer lo que debe ser: un efecto (el efecto secundario de un sentido realizado o del encuentro con otro ser), se convierte en el objetivo de una intención forzada, de una hiperintención […]. Pero cuando la persona neurótica se preocupa por el placer, pierde de vista el fundamento del mismo… y no puede producirse ya el efecto deseado. Cuanto más busca el placer, más se le sustrae.

Esto nos da una imagen perfecta de la realidad virtual en que vive Occidente hoy, y de la neurosis que por tanto afecta al personal, y que se extiende al ambiente de quienes buscan algo más, contaminándolo en su fuente e imposibilitando así reconocer que hubo un tiempo en que las aguas eran claras. Por usar a Baudrillard, quienes han nacido sobre el mapa no saben que éste esconde el verdadero territorio.

“Lo que estoy diciendo es que el genuino despertar espiritual amenaza absolutamente el status quo de un mundo construido sobre los interminables miedos y deseos del ego. La iluminación es la máxima amenaza que pueda existir para ese mundo. Pero en el mercado espiritual moderno este hecho importantísimo se pasa por alto la mayoría de las veces. En efecto, en nombre de la transformación espiritual, muchos dedicamos gran parte de nuestro tiempo y atención a mejorarnos, sin que nos cuestionemos sobre la validez definitiva del yo al que se está mejorando o ni siquiera comenzamos a cuestionar toda la visión del mundo dentro del cual existe ese yo” (Cohen, 2004: 20).

Desde la perspectiva de Papalini, la dinámica civilizatoria actual busca debilitar la capacidad del ser humano para regular los actos instintivos y pasionales:

No hay discreción, ni contención, ni autocensura. El único control es el autocontrol y, en este punto, está debilitado: la civilización contemporánea hace posible la expresión de los sentimientos.

Estamos, por tanto, ante un proceso de libertad absoluta para la proyección del yo al exterior, sin límites, y que, en el sentido contrario, sólo acepta influjos externos que estimulen y permitan, cada vez con más fuerza, esa proyección, pero rechaza toda injerencia restrictiva: la ética colectiva carece de autoridad puesto que no se acepta nada que se muestre directamente contrario a los estímulos del yo.

 Cuando todo se derrumba

En la asimilación de la honestidad intelectual, hay implícito un factor aún más drástico por cuanto que la enfrenta con lo que socialmente se considera “integridad moral”, pues es posible que, en algún momento del proceso, sea necesario renunciar a los propios valores personales y a creencias hasta entonces fuertemente arraigadas en el individuo. Es por ello que se suele decir que hay veces en las que la persona, lejos de sentirse alcanzada por el alma en un proceso de contemplación agradable y serena, pareciera que la está perdiendo.

La ruptura con los dogmas asumidos atenta contra el proceso natural del organismo. El sesgo cognitivo, opinión o prejuicio sin base real que lo justifique, es una acción natural de la mente en su búsqueda de autoafirmación, en perfecta sintonía con el instinto de supervivencia y por la que nos manejamos en el día a día de manera ininterrumpida, al menos en la mayoría de los casos.

Ir contra el sesgo de confirmación, esto es, reconocer la irracionalidad de las opiniones propias y rechazar el pensamiento que ha acompañado a la persona hasta ese momento de su vida, supone atentar contra la seguridad personal y provoca, por tanto, un duro enfrentamiento con las voces interiores que dominan la actividad cerebral.

En el conocimiento de la propia conciencia, en la búsqueda del sí mismo, se produce una división de la misma entre sujeto que observa y objeto observado que adopta el papel del Otro en el interior de la persona, obligando a una lucha consigo mismo hasta que no se realice la integración de los contrarios, de las sombras vistas como ese Otro.

Es interesante reflexionar a este respecto sobre la etimología de la palabra “agonía”, que remite al estrés causado por la lucha. Protagonista y antagonista son luchadores vistos desde la perspectiva subjetiva, el primero, y objetiva o representación del “Otro”, el segundo. Algo que nos puede decir mucho sobre el papel de los personajes que habitan los mitos en que se recoge la historia del pensamiento humano.

Cualquier intento de pensamiento positivo, por otra parte, es un aplazamiento del combate que se ha de llevar acabo en la oscuridad del inconsciente, lo desconocido, donde no es posible pretender arrojar luz, pues aún no se posee tal capacidad.

Si la luz es interior, se encontrará tras haber atravesado las galerías sombrías. Cualquier otra luz que se quiera en ese camino no es sino una ilusión generada por “artefactos” traídos desde el exterior. Luces artificiales que evitan enfrentarse al miedo de errar en la oscuridad, pero que ni saben el camino ni lo pueden señalar ni sirven, por tanto, al propósito de encontrar la luz interior. Se puede vivir así la ilusión de la caverna, iluminada por medios ajenos a la auténtica luz que no se ha logrado encontrar.

De alguna manera, dice Metzinger, una espiritualidad sincera apunta a un racionalismo pasado de moda. Es el deseo de alcanzar la integridad ética por encima de todas las cosas. En eso consiste el desarrollo de la conciencia. Usa los textos de Kant para explicar la moral en términos de honestidad hacia uno mismo como la primera obligación de todo ser humano.

Según Kant, la falta de honestidad, la mentira interior, impide el conocimiento de sí y, por tanto, es inherente al estado de “inconsciencia” en cuanto que desconocimiento de los auténticos procesos internos y de las voces que allí se manifiestan. En este pensamiento se sustenta la interpretación occidental del concepto “conciencia”.

En Así habló Zaratustra, Nietzsche escribió que: “Donde mi honestidad acaba, allí yo soy ciego y quiero también serlo. Pero donde quiero saber, allí quiero también ser honesto, es decir, duro, riguroso, severo, cruel, implacable”.

La Ilustración, nos dice Sloterdijk, portaba en sí la utopía del diálogo libre en busca de la verdad:

…un pacífico idilio de teoría de conocimiento, una bonita y académica visión: la del libre diálogo de los que, sin sufrir coacción, están interesados en el conocimiento, siendo capaces de abandonar una opinión anteriormente adquirida cuando la fuerza de la razón así lo impone.

El “perdedor” no lo es, pues el paso dado que le acerca a la verdad le convierte en ganador. Esto se enmarca, obviamente, en una actitud de verdadero amor por el conocimiento y no de su mero uso como instrumento para fines egoístas. En la realidad, el conocimiento está sometido a la voluntad de poder y a la omnipresente ley del beneficio personal, aunque sólo sea en su forma de “integridad moral” a la que antes se ha aludido”.

De ninguna otra forma podría ser el pensamiento mayoritario en una concepción vital orientada al placer. Todo conocimiento se ha hecho estrategia.

Quien no busque el poder, tampoco querrá su saber, su equipamiento sapiencial, y quien rechaza a ambos ya no es, en secreto, ciudadano de esta civilización.

(Sloterdijk)

La calidez del grupo

Un pensamiento honesto ajeno al considerado “saber oficial” requiere, volviendo a Metzinger, cierta forma de ascetismo. En su forma más elevada, la voluntad de conocer obliga a admitir  la falta de certezas que envuelven todo lo relacionado con los asuntos de la divinidad y a renunciar a una búsqueda sustentada únicamente en la simple seguridad emocional y en los pensamientos agradables.

El autoengaño forma parte de la memoria adquirida por esta civilización y tiende a interceptar las actividades mentales de manera sistemática. En este sentido, la ética de la creencia se pregunta cuándo es lícito, desde una perspectiva ética, creer en algo o asumir una creencia como propia. La respuesta se mueve entre dos extremos: el dogmatismo y el evidencialismo.

El dogmatismo defiende que es posible creer algo no ya sin pruebas a favor, sino incluso con pruebas en contra. Esto implica la renuncia hacia cualquier principio de ética intelectual, es decir, acepta el autoengaño como modo de conducta y rige la vida desde la mera ilusión, derivando en algún tipo de pensamiento mágico e incluso en la paranoia.

No se renuncia sólo al conocimiento, sino a toda opción de mantener una mínima posición ética hacia uno mismo y, por tanto, hacia la vida en general.

El autoengaño es una herramienta de supervivencia que permite olvidar las derrotas, incrementar la motivación y ofrecer una imagen de confianza en sí mismo. Del mismo modo, el pensamiento positivo y la represión de otros patrones considerados negativos ejercen una misión de defensa que refuerza la imagen interior al simplificar el panorama y liberarlo de cualquier elemento crítico que pueda alterar la imagen preconcebida del mundo.

Existe una teoría del manejo del terror, nos cuenta Metzinger, que dice que el proceso de hacerse consciente de la propia mortalidad puede provocar un conflicto con el instinto de supervivencia, de manera que, para evitarlo, se dispara un mecanismo de protección derivado del miedo, el cual bloquea dicha toma de conciencia. Y de la misma forma, como segundo mecanismo de defensa, cuanto menos capaz es una persona de reprimir tales pensamientos relacionados con su mortalidad, más fuerte es su adhesión al grupo con que se identifica ideológicamente.

El grupo provee un marco de referencia estable y fortalece la capacidad de resistir cualquier argumento racional en contra de las creencias que profesan. El sistema de autoengaño se muestra sólido gracias a las relaciones establecidas entre los contenidos diversos en que se cree, y a la cantidad de gente que los comparte.

Vemos, así, que la falta de honestidad intelectual repercute en la pérdida de autonomía personal, entregándose la libertad y responsabilidad sobre uno mismo al grupo.

Efectivamente, un sistema de creencias así proporciona comodidad existencial, al huir de los posibles conflictos internos y de las crisis por las que estos podrían ser canalizados, y seguridad exterior gracias al respaldo de un grupo y las intensas muestras de apoyo emocional de que se hace gala en el mismo.

Metzinger llama a tales sistemas “placebos metafísicos”. Y, en cuanto que medicamentos paliativos, pueden solucionar crisis a corto plazo, pero a la larga resultan terribles pues no son capaces de profundizar hasta las raíces de la enfermedad.

El sentido de una espiritualidad laica

El autoengaño puede tener, según Metzinger, un factor evolutivo y responder a mecanismos biológicos, una función cerebral programada, por lo que no se puede atribuir una responsabilidad moral a la incapacidad para superarlo. Al menos en su primera fase, pero no cuando se han realizado los primeros avances hacia el interior de la mente y se han comenzado a vislumbrar tales mecanismos.

La espiritualidad es, como se ha dicho al principio, una postura epistémica por la que se establece la posibilidad de un método de conocimiento interior que complementa a la razón. Se trata de un deseo de conocimiento existencial por encima de cualquier dogma o creencia, por lo que no se subordina a la simple búsqueda del bienestar o la comodidad. Más bien, al contrario.

Por un lado, hay una búsqueda de la experiencia directa, como en la práctica sistemática de la meditación. Por el otro, hay una indagación textual para ampliar los límites de cualquier sistema de referencia, permitiendo así que el yo fracase en cada paso al enfrentar sus teorías recién adquiridas a la realidad desnuda.

El autocontrol y la fuerza de voluntad se muestran imprescindibles en el camino de la espiritualidad. La meditación pretende, precisamente, poner freno a los impulsos y cultivar un estado de alerta donde la serenidad se impone ante cualquier circunstancia, pensamiento o emoción e impide así que se manifieste cualquier tipo de respuesta automática.

No se trata de potenciar los pensamientos agradables sino de que la opinión se funda con el conocimiento, de que no se sienta superada por las necesidades emocionales. Esto es, que el individuo sea sincero consigo mismo y no bloquee aquello de lo que no le apetece ser consciente.

He ahí el primer puente entre el pensamiento crítico y la espiritualidad: el compromiso con una búsqueda sincera de conocimiento. Una ética interna en aras del saber.

Esa ética implica, según lo visto, modestia para no pretender que se conoce lo que hay más allá de los límites en que se maneja la persona, por un lado, y para atreverse a ir más allá de tales límites una vez se ha renunciado al orgullo intelectual por el que no se toleran aquellas ideas incompatibles con los dogmas propios.

Y si lo desconocido pertenece al ámbito más allá del pensamiento y de la conciencia de que un humano al uso es capaz, hemos de asumir que la experiencia mística es un método al alcance de muy pocos, por lo que, en el terreno de la neurociencia, casi nadie piensa que pueda ser posible una conciencia sin su correlato neuronal, es decir, que percepción, memoria, pensamiento y atención no son posibles tras la muerte. Cualquier estado alterado de conciencia, en cuanto que tal, no podría existir sin su soporte físico.

Lejos de parecer una actitud al uso en el negacionismo occidental de la trascendencia, resulta una anécdota niveladora de la balanza que el budismo más puro no crea, tal y como cuenta Alexandra David Neel en sus Enseñanzas secretas de los budistas tibetanos, en la pervivencia del ego más allá de la muerte, sustituyéndolo por un conjunto de elementos denominado “santana”, que significa “fluir continuo” o “sucesión”. Este santana existe porque lo sostiene el karma, la actividad del individuo. El nirvana supone la desintegración de dicho conjunto.

La ausencia de un hermoso futuro divino es la perspectiva que adopta cierto tipo de espiritualidad laica o “atea”, donde la idea de salvación es cortada de raíz. Desde una perspectiva espiritual honesta, dice Metzinger, esto implica que no se debe emprender un camino de realización interior a la espera de una recompensa en el más allá al estilo clásico de una salvación del alma por mediación divina, sino que se trata de una presencia de la mente la realidad concreta y un desarrollo de sus capacidades compasivas. El único lugar sagrado, desde esta perspectiva, sólo puede ser el ahora.

Dondequiera que no exista la honestidad intelectual, sea en el ámbito científico o en el de los movimientos espirituales, sólo se puede hablar de nuevas formas de religión y superstición. El único camino firme es el que se aleja de la promesa de seguridad emocional y de toda certeza pronta y definitiva. Es ese proceso de desprendimiento de que hablan las tradiciones espirituales que no forman parte del actual sistema de consumo.

Un proceso de desprendimiento que nunca tiene fin. Salvo, quizás, para unos pocos en la historia de la humanidad hasta hoy.

El escepticismo se basa en el cuestionamiento de toda seguridad cuando de la verdad y de su búsqueda se trata. Pero hoy en día se tiende a identificar con este término a ciertas posturas que no son sino un dogmatismo gregario que ladra ciegamente a todo aquello que no forma parte del zeitgeist. Y es en su certeza y seguridad al atacar y defender que no puede considerarse escepticismo, y mucho menos declararse comprometido con cualquier principio que permita atisbar siquiera las sombras de algo parecido a cierta honestidad intelectual en sus discursos.

En realidad, una actitud como la descrita responde al auténtico altruísmo, aquél que no espera recompensa alguna y actúa por el mero hecho de considerar que es lo correcto, sin tener en cuenta la balanza entre gastos y beneficios, en este caso “divinos”, a que estamos acostumbrados, y que es la que subyace al tantas veces citado discurso de Martin Luther King:

La Cobardia hace la pregunta: ¿Es seguro?
La experiencia hace la pregunta: ¿Es político?
La Vanidad hace la pregunta: ¿Es popular?
Pero la conciencia… la conciencia hace la pregunta:
¿Es correcto? Y llega un momento en que uno debe tomar
una posición que no es ni segura, ni política, ni popular.
Pero debe tomarla porque es correcta.

Así de sencillo….

Tan sencillo que, para muchos, resulta imposible.