De Honore de Balzac
Esplendores y miserias de las cortesanas (Splendeurs et miseres des courtisanes), continuación de Ilusiones perdidas, consta de cuatro partes que se publicaron independientemente en el curso de casi diez años, entre 1838 y 1847. El título general de la obra no corresponde a la totalidad de su contenido, y se le ocurrió a Balzac cuando la novela terminaba con el suicidio de Esther; luego, el tema de la vida galante quedaría rebasado por la prolongación del libro (cuyas partes no se reunieron en un volumen hasta 1855, una vez ya muerto el escritor), y así la más trepidante de las creaciones balzaquianas lleva un título algo impropio, pero sugestivamente folletinesco que no le va mal.
Ha transcurrido algún tiempo desde el fin de Ilusiones perdidas, y de nuevo encontramos a Lucien en París y en pie de guerra. Ya no se acuerda de la literatura, ahora quiere triunfar por el engaño, ha perdido las ilusiones, pero no el afán de conquista social. Persigue una boda aristocrática y un título de nobleza, lo cual significa mucho dinero, ya que sin una gran fortuna para invertir en deslumbramientos, nada de lo que se propone estará a su alcance. Aunque sus aspiraciones —ser marqués por gracia real y emparentar con unos duques— nos suenan casi anticuadas, a lo Antiguo Régimen por imprevisoras, pues seguimos en la Restauración y reina Carlos X, pero ya por tan poco tiempo…
Junto a él, otra vez la coartada del amor puro, un doble de Coralie, Esther, cortesana por tradición familiar. Porque a este ambicioso no le basta su ambición, también se empeña en tener sentimientos y en ser feliz aunque sea de un modo clandestino, y estas debilidades serán la causa de su derrota. Como le falta voluntad y energía para renunciar a algo, está condenado al amor dividido: de un lado, la belleza, la voluptuosidad, el amor propiamente dicho e inconfesable; de otro, el apellido, la estirpe, la posición, la fortuna, la seguridad. Ambos incompatibles y ambos presentes, haciendo de él un doble falsario del bolsillo y del corazón.
Esther, la prostituta regenerada por el amor sincero y sacrificado, es un mito que la posteridad identifica con el personaje de La dama de las camelias, de Dumas hijo. Su función en la obra es despertar nuestras simpatías, y en la primera parte del libro se derrochan esfuerzos para que nos conmovamos. Es bellísima y patética, enamorada hasta la suprema abnegación, pero en esa extraña Magdalena al gusto romántico no se acierta a mezclar en sus justas proporciones la inocencia y el vicio, y su figura tiende a hacerse convencional.
Esther, al igual que su amante, superpone una vida deseada a otra vivida que quisiera olvidar, pero uno y otro recaen en un pasado del que no consiguen liberarse (aunque cuando Esther, empujada por su amor, recupera las antiguas mañas de su oficio y olvida por un rato sus aires de Margarita Gautier, volviendo a ser, por así decirlo, tunanta, se hace más interesante y recobra vida novelesca). Lucien ha ido de los ideales a la corrupción, Esther, al revés, de la corrupción a la pureza, pero para acabar regresando a «los países impuros».
A los dos, al adonis de carácter débil y a la cortesana sentimental, les maneja un hombre de temple fortísimo, Vautrin, a quien no tardamos en reconocer bajo los hábitos de Carlos Herrera, el bien nombrado; porque Balzac le describe incansablemente como un ser férreo: «mano de hierro», «corazón de acero», «naturaleza de bronce», «voluntad de hierro», «nervios de solidez metálica», «seré como una barra de hierro», etc. Falsario también por partida doble o triple —como Esther y Lucien—, y además sacrilego, un criminal capaz de todo, la energía y la reciedumbre personificadas.
Los personajes de Balzac llevan una avidez insaciable en la masa de la sangre, pero incluso entre ellos Vautrin es un caso único. Su peligrosa vitalidad (estaba «consumido por una fibre de vida») hace su grandeza, es «innoble y grande», deja tan admirado al propio novelista como a nosotros, y los contrastes que Balzac le infunde (va a ser «como una madre» para Lucien, y se describe a sí mismo como «medio mujer») acaban de perfilarle como un titán maligno y arrebatador. Un salvaje dotado de infinitas dotes de seducción, diabólico en el arte de tentar por el halago y por la fuerza. No hay hechura balzaquiana más viva, ni tampoco más terrible.
La erudición le presenta como un derivado de Vidocq —primero presidiario y más tarde jefe de la policía—, pero Vautrin está muy por encima de cualquier modelo: pone en práctica el principio de que «la realidad es la idea», y efectivamente la realidad parece doblegarse ante su ímpetu incontenible. Nada puede detener a ese Napoleón del crimen, ansioso de dominio universal, que da a sus servidores el nombre de continentes. Su única debilidad es Lucien, que despierta en él un amor que podemos medir en las trágicas escenas de la Conserjería; amor paterno u homosexual, hondísimo en cualquier caso, que resume una redención imaginaria por la belleza, por ese simulacro de ángel al que domina y sirve a la vez.
Asombroso trío que se moverá en un ambiente distinto del de Ilusiones perdidas, que era la novela del París visible, de las apariencias, aunque de escasa solidez, el París que sólo existía como manifestación exterior, por la pluma o por la palabra (periodismo, teatro, literatura, política). Ésta es en cambio la novela de lo escondido, de los misterios, porque ninguno de sus protagonistas puede mostrarse tal cual es, y hay que fingir. Es el París de las tinieblas, indecible y crapuloso, y la acción transcurre engañando y simulando sin cesar, ocultándose. El libro empieza significativamente en un baile de máscaras, y a partir de ahí todo se desarrolla entre manejos secretos.
Al baile de máscaras suceden las páginas sobre la prostitución del barrio próximo al Palais-Royal, un «mundo fantástico» descrito como una visión nocturna y alucinada, una fantasmagoría que se expresa por metáforas, porque «aquí nada es real»; Esther oculta en un pensionado, luego recluida en una casa que alberga sus amores secretos, para convertirse una noche, en pleno bosque, al claro de luna, en la bella desconocida que deslumhra a Nucingen, y acabar enclaustrada de nuevo en otro escondrijo. Esther, la eterna reclusa, desde el burdel al palacete, prisionera de su condición de objeto carnal.
El final de la primera parte se publicó en 1843—, en otras palabras, es posterior al terremoto que un año antes había sacudido la literatura novelesca: la aparición de Los misterios de París, de Eugéne Sue. El éxito inaudito de esta obra —muy burda, pero infalible en sus recetas para impresionar al gran público—, dejó boquiabiertos, no sin envidia y rencor, a todos sus rivales, y Balzac, lanzado por la pendiente de los enigmas, los va a hacer cada vez más tenebrosos y chillones. Competirá con Sue en su mismo terreno, si se trata de efectismos, los suyos serán tan melodramáticos como el que más, si al lector le gustan las emociones fuertes, no podrá quejarse.
Cuando Nucingen pide ayuda para encontrar a aquella esquiva beldad, Balzac da entrada en la novela a todo un repertorio de peligrosos indeseables puestos al servicio de la ley, ya que trabajan para la policía secreta. Peyrade, Contenson, Corentin, este último con rasgos del histórico Fouché, más sus múltiples sicarios, son otro aspecto de la actividad subterránea de París, otro poder misterioso que contrapesará las andanzas de la banda de Vautrin. Entre ellos se va a librar un despiadado combate (con episodios tan truculentos como el de la hija de Peyrade), y penetramos así en una variante narrativa que bien podríamos llamar, valga el anacronismo, una historia de gángsters.
Balzac ve que muchos millares de lectores se interesan por el París maldito, y se dispone a ofrecerles, según sus propios términos, «la poesía del terror»: el hampa, la prostitución, el turbio mundillo de los confidentes, de los chivatos y hombres de la vida airada que apenas se distinguen de los criminales, y que gozan de protección en las altas esferas. Parias sociales, entretenidas, presidiarios, soplones, que rondan la inmensa fortuna de otro ladrón, pero éste de alto bordo y honorable, el banquero Nucingen. Lo que el amor cuesta a los viejos pasa a ser una carrera de atrocidades digna de la serie negra: asesinatos, secuestros, orgías, sacrilegios, chantajes, trata de blancas, estafas, suicidios…
El embrollo es colosal, toda la panoplia de la novela de folletín con su impaciente atropellamiento de peripecias que no da respiro al lector; y tal como exigen las leyes del género, los contrastes han de ser muy abultados; no puede haber términos medios que gradúen la ambientación: o la alta nobleza o la escoria social, los bajos fondos o los círculos más estrictos de la aristocracia, el inframundo o el faubourg Saint-Germain. El faubourg —que se ve exageradamente con una óptica de advenedizo—, en Balzac es un lugar hermético, como hermética es la sociedad de los facinerosos y hampones; son esferas cerradas dentro de París, y su incomunicación con los demás se hace patente en las hablas particulares que les caracterizan.
En el faubourg, por ejemplo, se cultivan giros arcaicos que la alta nobleza conservaba amorosamente como signos distintivos, diferenciales, y que Balzac reproduce (el que emplea en una ocasión el duque de Chaulieu reaparecerá en las novelas de Proust). Y en los ambientes canallas son incontables los vocabularios enigmáticos, las hablas secretas, de las que cualquier traductor sólo puede dar una vaga aproximación; Corentin y los suyos se entienden entre sí con un lenguaje casi cifrado, como Vautrin y los que le sirven usan un argot de presidio, para no hablar de las locuciones pintorescas y achuladas de las entretenidas, o de la jerigonza profesional de los hombres de leyes.
A todo ello hay que añadir la lengua común deformada por la imitación de un idioma extranjero: el falso inglés que habla Peyrade cuando va disfrazado, o el corrompido francés a la española que emplea el supuesto Carlos Herrera. Pero nada iguala a la jerga germánica de Nucingen (tortura del lector, después de haberlo sido de los traductores), también en el fondo un lenguaje secreto, pero involuntario, y que es casi el más impenetrable de todos. Es el lenguaje del dinero, que Balzac reproduce laboriosamente hasta extremos que van desde el cómico despiste (cuando conversa a solas con su cajero, compatriota suyo, los dos usan la misma jerga, lo cual es absurdo, ya que es de suponer que hablarían en alemán) hasta inesperados quiebros de tono: al escribir una carta Nucingen emplea un francés correcto, pero entonces no reconocemos su voz, el personaje pierde identidad.
La lengua tiende, pues, a utilizarse en circuito cerrado, y ello hace que el conjunto tenga un aire de algarabía babélica, y que Balzac aluda en cierto momento a «un texto indescifrable». El París que describe está compuesto por ámbitos particulares muy distintos que parecen desconectados lingüísticamente entre sí, aunque las necesidades de la vida común los interrelacionen. El lenguaje, a escala individual y de cada uno de esos círculos, sirve más que de comunicación, de defensa, de atrincheramiento, su objeto es marcar distancias, ocultar y engañar. La lengua estalla en códigos secretos, pervierte sus fines naturales y pasa a ser un arma de lucha defensiva, una alambrada social, cuando no una trampa.
El libro pinta el estrepitoso choque de esos mundos que conviven mirándose recelosamente entre el miedo, el odio y el desdén; la vida galante y la nobleza, los bandidos y los millonarios, la policía y la magistratura, y concluye en una batalla de truhanes que se aniquilan unos a otros. Por el momento, Vautrin y sus aliados parecen llevar las de perder, sus planes se desbaratan irremisiblemente; como ellos mismos dicen, comentando los hechos en términos de ajedrez, pierden la reina, aunque matan a sus enemigos las dos torres. Los eufemismos disimulan, claro está, muertes verdaderas. A la intriga ha sucedido la violencia total.
La tercera parte, Adonde llevan los malos caminos, quizás aún sea más emocionante que la anterior, pero aquí la acción es casi meramente sicológica, hay muy poco movimiento, y todo transcurre entre cuatro paredes; cuatro paredes que encierran, y que pueden ser las del coche celular, las del edificio de la Conserjería —Palacio de Justicia que también sirve de prisión parisiense—, las de una celda o calabozo, o las del despacho de un juez de instrucción, que efectúa los interrogatorios de los detenidos. Porque toda esta parte es exclusivamente policíaca y carcelaria, y no tardará en contársenos una situación arquetípica de novela detectivesca, un problema de «recinto cerrado».
Policíaca por la investigación que se lleva a cabo, pero de unas características insólitas que invierten el proceso y el sentido habitual de un relato detectivesco. En primer lugar ya sabemos que los protagonistas son culpables, no hay, pues, sorpresa en este aspecto, y en segundo lugar simpatizamos con ellos. Es decir, que se busca una verdad que el lector ya conoce, y en el fondo lo que deseamos es que esta verdad no se descubra. Se acabará descubriendo por un exceso de celo que se equipara a una torpeza, pero este «error» no tarda en repararse, y los hechos se ocultarán. La moral sale malparada, pero el lector suspira aliviado.
Balzac se muestra habilísimo manejando este caso tan irregular, y de él extrae la tensión novelesca que el mismo desarrollo de la historia le impide tener por otras vías más ortodoxas. Gracias al novelista, nos identificamos con los héroes, que no son precisamente ejemplares, y de ahí nuestro temor cuando parece que sus planes se van a estropear, y nuestra admiración por Vautrin cuando finge de un modo magistral ante el juez que le interroga (y la angustia que compartimos con él previendo que Lucien no estará a la altura de las circunstancias); pero al. mismo tiempo es inevitable que un cierto sentido moral nos haga reprobar conductas tan ruines, y no sólo sufrimos por los protagonistas, sino que además nos desazona desear su triunfo.
De este modo, la turbadora ambigüedad de los personajes —objetivamente malos, pero subjetivamente atractivos— pasa de la novela al lector, quien experimenta también la disociación de verse implicado en un dilema muy confuso. Lucien y su mentor no tienen nada de recomendables, pero sus enemigos de la policía son aún más odiosos, la víctima, Nucingen, es un desaprensivo que no inspira ninguna compasión, y ahora la misma magistratura no va a hacer un papel demasiado brillante en la persona del juez Camusot, dominado por su ambiciosa mujer, que es hijo del antiguo protector de Coralie (el destino de los Camusot es ser cautelosamente marrulleros y tontos).
Las pesquisas de esta tercera parte complican aún más el pavoroso lío de falsas identidades en el que nos hemos estado debatiendo. La variedad de falsarios que aparece en la novela es infinita, todo el mundo se sirve de máscaras, hay un vertiginoso transformismo de los nombres, la indumentaria, el maquillaje, el habla, toda la novela es un carnaval lleno de seres trucados. Cuántos disfraces, camuflamientos, suplantaciones de personalidad, nombres ficticios, acentos imitados, apariencias engañosas que encubren lo inconfesable; lo inconfesable que suele ser el mal, pero que en algunas ocasiones, como en el caso de Esther, es el bien, para hacer aún más intrincado el laberinto de la novela.
Esta parece desembocar ya en un término previsible y lógico, como creemos ver por una cierta simetría que da la sensación de que Balzac se dispone a cerrar el círculo del drama: Lucien es detenido en una carretera, tras su nuevo fracaso, de manera semejante a como Vautrin le salvó de la muerte; y al entrar en su celda cree reconocer el mismo escenario de su primer cuarto en París. También Vautrin ha vuelto a sus orígenes, a su medio natural, la prisión, y Esther abandona este mundo como tiempo atrás Coralie. Todo parece volver de antes, hemos dado la vuelta completa, se acerca el final.
No obstante, como también ocurría al término de Ilusiones perdidas, el escritor no se conforma con dar por resuelto el asunto. Cuando todo parecía irremediable —nada mas irremediable, judicialmente hablando, que una confesión firmada— hace intervenir a un Deus ex machina personificado por las grandes damas del faubourg («a la vez madres y amantes», como no podía ser menos tratándose de Lucien), que han escrito al joven cartas imprudentes y apasionadas. Y se repite lo de Ilusiones perdidas, el papel protagonista no tiene la última palabra, se destruye, una decisión enérgica puede rehacer una vida condenada por un trozo de papel. Aunque ya es demasiado tarde para Lucien, culpable, más que de sus desórdenes y su repetida actividad rufianesca, del imperdonable pecado de ser débil, de tener «alma de mujer». Aventurero un poco pelele, ahora sus flaquezas cristalizan en mito, y la muerte coronará la transformación. Impresionante muerte la suya, sobre la que hay que citar las frases que le dedicó Oscar Wilde: «Una de las mayores desgracias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré, y nunca he podido superar por entero el dolor que me causó; me atormenta aun en mis momentos de placer, recuerdo esta muerte cuando río.» Pero su desaparición no rubrica ningún final, y la moraleja del libro, si así puede llamarse, se confiará al «hombre de bronce» que ha quedado solo, como un indomable genio de la rebeldía, ante el mundo. La última encarnación de Vautrin recompone en la medida de lo posible los destrozos de las tres primeras partes; a la violencia sucede una cierta frialdad de tono, mientras «el general del presidio» calcula sus jugadas, encargándose de restaurar una apariencia de orden; se llega así a una serie de pactos secretos entre la sociedad y el criminal. La Justicia olvida lo que sabe y no le interesa saber, indulta, se deja engañar, y Vautrin, después de haber perdido la baza mayor y más dolorosa, la vida de su protegido, gana en todos los tableros, y el que se define repetidamente como «el mal social» pasa a ser el jefe de policía.
Le vemos hacer las paces con el mundo, pero la maniobra, que es complicadísima, contiene tantos elementos subversivos, que las soluciones que acaban apaciguando ese drama múltiple son más inquietantes que las antiguas amenazas. Vautrin impone una vez más, y con la bendición del propio rey de Francia, su sentido del poder sin límites, su afán de omnipotencia, lo que habría que llamar su real gana. Engaña a unos y a otros, escarnece la ley, salva in extremis a un condenado a muerte, obliga a reconocer al faubourg que las damas más nobles y altivas escriben incendiarias cartas de amor que harían ruborizar a las prostitutas; y consigue el indulto y ocupar el puesto del principal de sus perseguidores, de quien tomará cumplida venganza, ahora en nombre de la ley.
Esta última transformación del antiguo forzado se inspira en la biografía de Vidocq, pero Balzac pone en este episodio una acidez que están muy lejos de sugerir las memorias del famoso ex presidiario que llegó a jefe de la policía. Aquí el escritor no sólo se muestra realista y pragmático, de un cruel individualismo que sólo exalta la indómita energía de los más fuertes, los únicos que triunfan, sino que además hace gala de cinismo; el tema del argot se explícita de maneras muy curiosas («la alta sociedad tiene su argot, pero este argot se llama estilo»), y el de la homosexualidad de Vautrin se exhibe ya sin rebozo en diversos pasajes de una cruda insolencia.
Por tercera vez en las novelas en que interviene Vautrin, asistimos a una escena culminante en el cementerio del Père Lachaise; primero Rastignac desafiaba a París, luego Lucien reconocía su derrota, y ahora el hombre fuerte desfallece de dolor, pero en seguida baja a la ciudad para rematar su obra de venganza. Al menos esto era lo previsto al final del libro, que debía terminar con un duelo en el que mataba a Corentin; Balzac renunció a este desenlace, y la última imagen que nos ofrece de Vautrin es la de un pacífico jubilado. Es de veras la paz, pero sólo después de una existencia fulgurante que Balzac resume lapidariamente en una expresión de la que unos años más tarde se acordaría Baudelaire: «la poesía del mal».
Esplendores y miserias de las cortesanas
Honore de Balzac