El sufismo se ha denominado tradicionalmente a la espiritualidad islámica, esa que utiliza los conocimientos ascéticos o místicos para acercarse a una concepción parecida a la platónica occidental. Y desde supuestos exclusivamente debidos al desvelamiento o a la inspiración metafísica. Pero no a la filosofía o a cualquier otra forma de intuición parecida, sino tan solo al espíritu elevado, a la purificación del alma, o a la cosmología teológica... La antigua Persia, la anterior a la islámica, ya era poseedora de una mística reveladora de amor o de comunión terrenal-espiritual. Cuando tiempo después, durante la influencia islámica, Irán descubriese entonces los textos espirituales del Islam, muchos de sus místicos encontraron una senda poética, mística, religiosa o metafísica, para satisfacer la profunda, enigmática y misteriosa necesidad de acercarse así a la divinidad amorosa, a la belleza más sublime o a la verdad más elevada.
Y un pueblo -el persa- tan orientalmente unido a la magia terrenal de lo bello, a la belleza surgida de lo que vemos aquí como reflejo de lo que veremos luego..., fue un pueblo dado a describir siempre la sutil frontera de ambos mundos, el físico, el visible, el representado en cada morada y en cada alarde de una naturaleza prodigiosa, y el otro, el invisible, el espiritual, el solo sublimado, el solo desvelado por la inspiración, por la abstracción poderosa del alejamiento de uno mismo. Y, así, uno de ellos, el maestro sufí persa Ahmad Qazalí (m. 1123), era de los que pensaban que el amor verdadero solo podría ser vislumbrado como amor a la belleza de lo divino. Pero, sin embargo, también pensaba este persa sufí que el amor sensual puede convertirse en un medio para la purificación y en un guía del enamorado hacia la perfección... Porque actúa además como un espejo donde los rayos del amor divino pueden manifestarse, ya que el amor hacia las criaturas es el umbral del amor hacia el creador. Ahora bien, con la condición de que la meta y la finalidad de ese amor sea la unión del alma... y no otra cosa.
Qazalí es de los sufíes que pensaban que lo irreal -lo sensual- es un puente hacia lo real -lo divino-. Por ello admira siempre la belleza, y este culto a la belleza lleva a considerar el amor hacia los reflejos de la belleza en las criaturas como un umbral del amor divino. Y así es como otros sufíes posteriores a Qazalí escribían ya versos a la belleza y a su representación física, como estos del sufí Kermani: Contemplo las imágenes con mis ojos físicos, porque en ella hay huellas de aquella Belleza. Este mundo es solo imagen, y nosotros somos parte de ella. A la Belleza no se la puede contemplar sino a través de la imagen. Una antigua leyenda persa contaría una vez que cuando los cielos descargaron sus dulces y purificadoras aguas sobre las turbulentas aguas del mar, unas ostras entonces ascendieron a su superficie y abrieron sus conchas para recibir una gota de sus divinas aguas purificadoras. Una vez germinadas esas ostras por la gota celestial, volverían éstas a las profundidades para cultivar allí, dentro de ellas, a la hermosa y bella perla de los mares.
Esta leyenda persa de la perla y el mar turbulento, fue en la que se basaría el pintor academicista francés Paul Baudry en 1862 para componer su obra La perla y la ola (fábula persa). Entonces el realismo artístico triunfaba frente a un idealismo que ya se consideraba decadente, o falto de coherencia artística en la época. Pero, en su obra de Arte, Baudry expone en gran parte aquella mística sufí..., ahora muy elaborada pero artísticamente desubicada. Porque las bellas olas ahí no estarán conforme a lo real, no son ahora una realidad natural lo que veremos articulado a un cuerpo de mujer tendido en una playa; no, es la representación simbólica de una belleza que es perseguida ahora por las olas para alcanzar a producir luego otra belleza... La perla y su ostra abierta la veremos a la derecha del cuadro, junto a restos de otros moluscos que no conseguirán albergar ninguna perla ni belleza. La silueta femenina la delimitarán ahora las líneas manifiestas de una belleza ideal, donde la perfección de aquella perla es sugerida aquí en la combinación de una unión natural y divina, de unas olas que representarán aquí lo sagrado y de una mujer que representará aquí lo terrenal. Ambas son belleza y conseguirán albergar aún otra belleza más profunda... Pero, aquí la mujer de espaldas, a diferencia de otras bellezas en el Arte, girará ahora su cabeza difícilmente hacia nosotros, en un gesto forzado y vinculante, uno para conectar así la visión de aquella belleza con la visión confusa del que ahora la mira.
Siglos antes, durante la etérea etapa final del Renacimiento italiano antes del advenimiento manierista, el desconocido pintor Girolamo de Treviso (1498-1544) pintó su Venus dormida en 1523. Ya no se pintaba entonces exactamente como Miguel Ángel o Leonardo, pero, tampoco el Manierismo se entendería aún qué era, o si era algo aún... Entonces, el joven pintor italiano debía pintar su Venus influenciado además por la tendencia emergente de Venecia, de su escuela y de su mejor genio más divinizado, Giorgione (fallecido en 1510). Sin embargo, Girolamo quiso avanzar entonces en un cierto realismo enigmático. Dejó aquel idealismo de las formas hermosas en un alarde por ahora algo diferente. Aquí, la Venus es ahora una mujer más cercana a la realidad en algunas de sus formas que a la idealización renacentista. ¡Qué atrevimiento! Los pies de ella no serán aquí más que pies normales y deslucidos de una mujer; las manos también lo serán, incluso señalará con uno de sus dedos el suelo terrenal que ahora la sostiene... Al fondo de la imagen hay una ciudad tras unas rocas desatentas, crudas, alejadas de lo idealizado de un paraíso ultraterrestre... El pintor no consiguió convencer por entonces en la Italia de las encrucijadas artísticas, y tuvo que marcharse a la corte de Inglaterra donde el rey Enrique VIII lo utilizaría a él y su pintura para su prestigio y su propaganda. Moriría el pintor de una bala de cañón en Francia, cuando el rey inglés guerreaba entonces por sus dominios continentales europeos.
(Cuadro del pintor renacentista Girolamo de Treviso, Venus dormida, 1523, Galleria Borghese, Roma; Óleo La perla y la ola, (fábula persa), 1862, del pintor Paul Baudry, Museo del Prado, Madrid.)