... fantaseo y fantaseo hasta que caigo en la cuenta de que pudiera ser que fuera posible hacer de mi casa un templo. O de mi vida una vida con ritmo y sabor templarios. Claro que tendría que poner al orden a los que conviven conmigo. Tampoco debería resultarme muy difícil puesto que uno de ellos es monje pero no es verdad, algo falla. Y pensando, pensando (entretenimiento al que me abandono muchas horas al día) voy perfilando algunas cuestiones.
Ya he dicho alguna vez que trabajo en una unidad de psiquiatría infanto-juvenil. Llegan desordenados, según yo, a todos los niveles. Es que ni la higiene la llevan ordenada. Y de pronto allí, no les queda otra que acogerse a horarios, normas y tareas. Los primeros días se los pasan de queja en queja, de protesta en protesta y reclamando su libertad (¿) en todas las formas que se les ocurre sin obtener más resultado que la respuesta habitual: “Aquí las cosas se hacen así”. Terminan cediendo, claro. Y hay un momento mágico que suena como un click brillante, en el que se acogen a las normas y empiezan a relajarse, siguen el ritmo, encuentran el ritmo, y la mayor parte de sus penas y pesares se desvanecen por el abandono. Ahí encuentran, aunque ni lo sepan, el espacio infinito. Lo cual no quita para que pregunten, cuestionen, inventen y propongan, se rebelen, den la lata, molesten, y mejoren, el universo entero.
Por muy pequeños que sean no dejo de preguntarme si tal vez a nosotros los grandes adultos con toda nuestra experiencia de vida vivida a medias más que a enteras, no nos hace falta algo de eso: estructura y referencia para desestructurar y desreferenciar. Y vuelta y otra vez a empezar.
Éste es uno de esos gloriosos días en los que, graciosamente, me concedo un derecho vital: decir bobadas