¿Podría parecer excéntrico, quizás, que uno pase una noche de hotel en su propia ciudad? A veces sucede: cuando uno pasea por el lado oscuro de su luna, por ejemplo, o cuando uno se separa, quizás...Puede suceder, también, cuando te hacen un regalo. Unos amigos deciden que lo mejor que te puede pasar es que disfrutes del lado más guiri de tu ciudad (DRAE: "coloq. Turista extranjero. La costa está llena de guiris") en un hotel que ofrece, sin dudas, la vista más excéntrica de la ciudad: el W. Atropello urbanístico aparte, cuando uno está en lo más alto de este hotel tiene una perspectiva única de Barcelona, casi como la de la planta 24 del edificio de la Caixa en la Diagonal, pero sin que te cueste tanto llegar allí. Toda la ciudad a tus pies pero desde el mar. Valía la pena vivir a fondo la experiencia y lo hicimos, mi santa y yo, aplicados guiris en un hotel y en una ciudad donde, por defecto, todo el mundo se te dirige en inglés. Cuando contestas en vernácula, las caras de asombro son muchas: casi no entra en su cálculo de posibilidades...
Pensé que la mejor forma de vivir a fondo la experiencia era a través del shock. Salir de un hotel (en la punta de la Bocana Nueva del Puerto de Barcelona) "cool", "high tech", lleno de gente joven, bonita, pija y guiri (con un notable mal gusto, por lo demás, tanto en el estar, como en el vestir, en el comer o en el beber) y pasear por el nuevo paseo marítimo hasta llegar a la Barceloneta, lo es ya un poco. Pero adentrarte en el corazón del viejo barrio de pescadores de la ciudad (junto con La Ribera), lo es mucho, muchísimo más. El barrio, no nos engañemos (como la ciudad entera) está perdiendo, mejor vendiendo, su alma al mejor postor. Mucha gente local, todavía, pero cada vez más guiris guía en mano y más extranjeros residentes en la ciudad que van a la búsqueda de (palabras textuales) "algo auténtico". Poco queda, la verdad, de la Barceloneta: andar por el Paseo Juan de Borbón es casi calamitoso y encontrar, en el interior del gran cuadrado, algún espacio de la Barcelona que fue y está desapareciendo a grandes zancadas, cuesta demasiado. Incluso el mercado ha dejado de ser lo que era, para convertirse en...en no sé qué, la verdad, pero su alma, la ha perdido, sin duda.
Pensaba. Dos sitios hemos encontrado donde hemos respirado esa Barceloneta que fue y casi ya no es. Uno: la parroquia del barrio, Sant Miquel del Port (merece la pena ser visitada: barroca tardía, debe ser la única de la ciudad que tiene dos cúpulas alineadas en su nave central). Nos sentamos un rato antes de la misa de las 20,15 y vimos entrar a los feligreses: poco a poco (la edad media no perdona: sólo había un niño y una joven), la gente iba saludándose, interesándose los unos por los otros y, claro, quedamos enseguida en evidencia: ¡éramos los únicos desconocidos de la iglesia! Entramos pensando que estaban pasando el rosario, cuando lo que se oía era la animada terulia pre-misa de la gente del barrio. Nos gustó. Dos: el Vaso de Oro. Por supuesto, sale ya en todas las guías e incluso había una pareja de jóvenes suizos con un niño de año a cuestas. Pero la esencia de la Barceloneta sigue allí: en los carameros, sobre todo, con una gracia y un saber estar, incluso en las situaciones de mayor compromiso, enormes. En las patatas bravas, que siguen siendo de lo mejor de la ciudad. En sus flautas, por cuyo vientre circula la mejor cerveza mezclada (lleva Voll Damm) y tirada de la ciudad. En sus tapas más sencillas, que siguen siendo deliciosas y salen, frescas y suculentas, sin parar: la ensaladilla rusa, las tostas con tomate y anchoa (en esa noche, superiores, junto con las bravas), las croquetas (no tomamos el rey de la casa, el solomillo con foie: se salía de marco). Pagas una cantidad muy medida (cenamos por 20 euros los dos) y sales bien satisfecho.
Volvimos por el paseo Juan de Borbón, saboreando todavía el paisaje humano y sápido del viejo barrio. Cuando enfilamos el paseo de la Bocana Nueva y vimos la silueta enorme del W, con esa vela tremenda al "viento" que corta el litoral, nos dimos cuenta de dónde estábamos y dónde estamos ahora. Nuestra excentricidad, el regalo de nuestros amigos, nos había puesto en un brete: ¿pasado o futuro? La respuesta, con una relajada copa de Albet i Noia Brut Nature en la mano (sabroso, algo amargo en su posgusto, vegetal y auténtico), me vino sola, más templada que cuando había empezado la tarde: ¡presente! Tenemos que aprender a pensar menos y a disfrutar más de lo que tenemos a mano en cada instante, en cada lugar. ¿Qué Barcelona prefiero? La de hoy, la que me permite cenar en el Vaso de Oro y ver la luna llena desde la planta 17 de W. No me gusta el hotel ni lo que representa, pero tiene cosas con las que he disfrutado: la atención y amabilidad del jovencísimo servicio; el desayuno en el restaurante de Carles Abellán y, sobre todo, que es tan excéntrico como yo y su situación nos ha permitido reconocer a nuestra Barcelona desde una perspectiva nueva. Brindaré por eso y por el presente, hasta que deje de serlo.