Ya sean los judíos escapando de Egipto, los mozárabes expulsados de España, las tribus indias desterradas por los colonos norteamericanos, los diferentes grupos étnicos balcánicos debido a la división de Yugoslavia, los ruandeses tras el genocidio..., el caso es que al cabo de los siglos se producen cientos de migraciones provocadas por las guerras, las enfermedades, las persecuciones religiosas o los enfrentamientos raciales.
En esta ocasión, millones de sirios se han visto forzados a abandonar sus casas, no ya para buscar un futuro mejor, sino simplemente para sobrevivir. Como fin de trayecto, de forma mayoritaria han escogido Alemania, que se presenta como una suerte de tierra prometida, donde poder labrarse un futuro.
En el camino hacia su particular El Dorado, se han encontrado muros, alambradas, fronteras, fuerzas de seguridad, pero nada de ello les ha impedido seguir avanzando hacia su destino.
Resulta curioso que hace unas décadas también se produjera un movimiento similar de personas, pero en sentido contrario, tratando de huir de Alemania y de una muerte segura.
En pocos casos la huida resultaba sencilla. Se trataba casi siempre de fugas épicas, que han dado lugar a fenomenales películas de género: La gran evasión, La lista de Schindler, Evasión o victoria, Escape de Sobibor, La fuga de Colditz, etc. Precisamente este lugar, Colditz, se ha convertido en un referente de las prisiones inexpugnables.
El castillo de Colditz es una fortaleza medieval situada en el norte de Sajonia, en la antigua Alemania del Este. Tras la reconstrucción acometida tras un incendio en el siglo XVI tuvo diversos usos, entre los que destacó su utilización como hospital psiquiátrico. Allí se alojaron, como enfermos ilustres, el hijo del compositor Robert Schumann, o Georg Baumgarten, uno de los inventores del dirigible (y que acabó estrellándose con su prototipo).
Dada su ubicación, en una atalaya rocosa cercana al río Mulde, no es de extrañar que en la Primera Guerra Mundial el castillo ya fuera utilizado como campo de prisioneros de guerra. Sus muros ciegos de 30 metros de altura y 2 metros de espesor contribuyeron a que no se produjese ni una sola fuga.
Tras la llegada de los nazis al poder, en 1933 se convirtió en una prisión de alta seguridad para disidentes, comunistas, homosexuales, judíos y gitanos. Y con la entrada en la Segunda Guerra Mundial, decidieron en 1940 transformarla en un campo de concentración, destinado al confinamiento de oficiales aliados, especialmente de aquellos que ya habían participado en más de un intento de fuga en otros campos.
El denominado Offizier Lager IVc o Campo de Oficiales IVc (Oflag IVc) contaba, además de con sus infranqueables muros, con alambradas y proyectores, micrófonos ocultos, un número de guardianes superior al de prisioneros, y una distancia de más de 400 km. a la frontera más cercana, todo lo cual lo convertía en una fortaleza a prueba de huidas, la más segura de Alemania.
Pero hay que recordar que los prisioneros allí recluidos eran expertos en fugas, de tal forma que en apenas 5 años, con unos 500 prisioneros que allí fueron internados, se dieron cerca de 300 intentos de fuga, 32 de los cuales acabaron con éxito.
Los métodos que utilizaron fueron de lo más variados: unos bajaron escalando los muros, otros huyeron en los traslados a hospitales o a consultas de dentistas (ya sea con enfermedades reales o fingidas), otros descendieron a través del cable del pararrayos, algunos formaron cuerdas con sábanas, otros simularon indicios de locura, o se ocultaron en camiones de suministros, o se disfrazaron con uniformes alemanes, y hasta hubo quien pretendió salir metido dentro de un colchón.
Tampoco faltaron los típicos túneles. Para disimular el ruido que su construcción ocasionaba, había que contar con la complicidad del resto de presos para que jugasen al stoolball, una especie de mezcla de béisbol, cricket y rugby ideada con el fin de formar el mayor ruido posible en el patio. También era necesaria dicha cooperación a la hora del recuento, en la que los fugados eran sustituidos por cabezas de arcilla, o bien por los ‘fantasmas’ del castillo, con el fin de dar más tiempo a los reclusos para que se alejasen de la prisión.
En los últimos años de la guerra, casi todos los oficiales confinados en Colditz eran británicos, ya que poco a poco los presos holandeses, franceses, polacos y belgas fueron trasladados a otros campos.
Entre los oficiales ingleses se encontraban los pilotos de la RAF John William Best (Jack Best) y Leslie James Edward Goldfinch (Bill Goldfinch), el poeta David Harry Walker, que inició su carrera de escritor en Colditz, y Anthony Peter Roylance (Tony Rolt), famoso piloto de automovilismo, ganador de la carrera del British Empire Trophy celebrada en 1939, y que años más tarde participaría en el primer Gran Premio de Fórmula I de la historia celebrado en 1950 en Gran Bretaña, y se proclamaría vencedor de las 24 horas de Le Mans en 1953.
Entre todos ellos, y quizás influidos por la presencia del espíritu volador de Georg Baumgarten que aún debía vagar por allí, idearon un ingenioso plan de fuga: construirían un planeador dentro del propio castillo e intentarían huir con él.
Para dar forma a su proyecto, disponían del libro ‘Diseño de aeronaves’ que encontraron en la biblioteca, además de la colaboración de Patrick Palles Lorne Elphinstone Welch (Lorne Welch), ingeniero aeronáutico experto en planeadores, quien revisó los planos y cálculos trazados por Bill Goldfinch.
El primer paso lo dio Jack Best, que fingió fugarse de la prisión, ocultándose en diversos escondrijos que halló en el castillo, como dobles fondos de armarios, techos falsos o bajo los entarimados. Los guardias lo buscaron fuera del recinto, sin ocurrírseles que podía estar apostado dentro de él. Se convirtió así en un prisionero fantasma, que se movía como pez en el agua por los distintos pasadizos secretos.
Posteriormente ayudaría a Goldfinch a desaparecer, y así se incrementó el número de ‘fantasmas’, lo cual resultaba muy útil tanto para avanzar en la construcción de su proyecto, como para cubrir a los presos verdaderamente fugados en los recuentos nocturnos.
Comenzaron levantando un falso muro en el ático de la capilla del castillo, que los guardias no detectaron, ya que estaban más preocupados de vigilar los suelos para evitar la excavación de túneles que de revisar las bóvedas y techumbres. Ahora debían recabar materiales para la construcción del prototipo de planeador.
Por las noches robaban los distintos elementos: barrotes de ventanas, telas de cortinas, tablones arrancados de bancos, camas y suelos, algodón de los sacos de dormir, cables eléctricos e incluso un fonógrafo para fabricar los controles del aparato. Como pegamento para ensamblar las piezas, usaban la pasta de mijo que les servían en el desayuno.
También se hicieron con una bañera, la cual, llena de cemento, serviría de contrapeso a la hora del despegue, ya que al cortar la cuerda que le unía al avión, éste aprovecharía el impulso para desplazarse por la pista de despegue, compuesta por unas mesas dispuestas sobre el tejado de la capilla, que quedaba fuera del alcance visual de los guardianes. De esta forma, pensaban conseguir sobrevolar el patio del castillo, atravesar el río y llegar hasta la estación, donde cogerían un tren que les llevaría hasta Suiza.
El planeador medía unos 6 metros de largo y 10 de envergadura, lo suficiente para que cupiesen dentro de él dos personas. Estaba todo listo para su ensamblado sobre la cubierta del edificio, cuando el 16 de abril de 1945 las tropas norteamericanas tomaron el castillo y liberaron a los presos.
En 1993 se construyó una réplica a escala 1/3 del planeador, siguiendo los planos que había conservado Bill Goldfinch, y se lanzó desde el tejado de la capilla, manejada por control remoto ante la atenta mirada de algunos supervivientes de Colditz. El aparato se estrelló en el suelo, y el maniquí que lo pilotaba resultó decapitado debido al impacto con el suelo.
Jack Best y Bill Goldfinch no quedaron conformes con dicha prueba, así que en febrero del año 2000 se repitió el experimento, esta vez con un modelo a escala real, y pilotado por un experto aviador. En esta ocasión la prueba sí fue un éxito, demostrando así que los cálculos efectuados por Lorne Welch (ya fallecido) habían sido correctos.
Fue un feliz desenlace para esta historia de lucha por la supervivencia. Esperemos que los sirios que hoy atraviesan el continente hacia Alemania corran la misma suerte que los prisioneros de Colditz, y que encuentren en sus destinos un final tan afortunado como el de aquellos.
¡Buen fin de semana!