Lola (1981) es la segunda película de la trilogía que Fassbinder dedicó a la República Federal Alemana (RFA); una trilogía que se inicia con El matrimonio de María Braun (1978) y finaliza con La ansiedad de Verónica Voss (1982). Fue rodada apenas un año antes de la muerte del cineasta (a pesar de lo cual fue capaz de completar dos películas más) y aunque su intención era examinar de forma crítica un período y una problemática muy concretas de la RFA (marcada por el desarrollismo capitalista, la corrupción, la doble moral y el fin del humanitarismo igualitarista), lo cierto es que el tiempo ha convertido a Lola en un filme atemporal que disecciona sin tapujos ni dramáticos adornos las contradictorias éticas con las que nos enfrentamos al capitalismo occidental.
En Lola cada personaje principal representa una clase social y su moral característica, de cuyas interacciones surge la cadena de contradicciones que da lugar a la sociedad imperfecta que conocemos: el funcionario de urbanismo von Bohm, un aristócrata chapado a la antigua que todavía cree en la integridad y en la ética del trabajo; Schuckert, el empresario rico y corrupto, convencido del ilimitado poder del dinero; el idealismo de clase media de Esslin, que trabaja para von Bohm (y toca la batería en el burdel) que conoce pero no denuncia los trapicheos de la elite económica; y finalmente Lola, el juguete sexual de Schuckert y de media ciudad de Coburg (Baviera), donde tiene lugar la acción, cuyas sinceras (y hasta ingenuas) aspiraciones de una vida mejor no pasan de meros deseos apenas expresados, porque debe sacrificarlo todo al deber de mantener a su hija. Y aunque su personaje da título a la película, en realidad el drama vital de Lola no es el centro del argumento, sino el punto en el que convergen todos los demás personajes y sus conflictos. El resultado es un mapa de los intereses y egoísmos ocultos de una sociedad que se define a sí misma como altruista y democrática.
Lola destila la triste lucidez de un cineasta que ha visto cómo las utopías y las ideologías que las sostenían han ido corrompiéndose y transformándose hasta quedar irreconocibles: la RFA era en 1981 una república que, tras superar una traumática posguerra, se había transformado en una potencia económica europea. Sin embargo sus logros se hundían en el barro de una elite corrupta e hipócrita que escondía sus virtudes tras una capa de aparente filantropía. El filme se sitúa a finales de los años cincuenta del siglo XX, cuando una incipiente expansión económica basada en un nuevo urbanismo de carácter social acaba convertida en una de tantas burbujas inmobiliarias. De nada sirve la moralidad de las viejas aristocracias venidas a menos, como tampoco las ideologías revolucionarias de clases medias ilustradas e inconformistas que proponen una impugnación a la totallidad del sistema (aunque sea temporalmente y con escaso éxito). Fassbinder viene a decir que tanto da el origen social como los objetivos políticos, porque al final todo y todos quedarán atrapados en la maraña de intereses del capitalismo; una fuerza contra la que no cabe oponer, no ya resistencia, sino la simple disidencia, capaz de arrasar con toda coherencia, ética y/o intención reformadora.
Lola es una fábula de estilo clásico en la que cada personaje representa un arquetipo social, un conjunto claramente relacionado que describe la nueva sociedad alemana surgida de la posguerra. Ya no se trata sólo de digerir la pesadilla nazi, sino de aceptar las exigencias de un sistema económico que antepone el enriquecimiento personal y que acaba corrompiendo todo atisbo de idealismo bienintencionado. Entre ambas fuerzas, la doble moral social que exige un comportamiento ejemplar en la comunidad, pero tolera (al menos a los hombres) la infidelidad y la satisfacción de sus caprichos sexuales. Todo ello expresado mediante una cuidada y elocuente iluminación de Xaver Schwarzenberger: los colores que inundan a cada personaje en diversas escenas están plenamiente motivados por el decorado y la situación, pero sirven también para revelar eficazmente determinados vaivenes internos. El pulso narrativo de Fassbinder, su capacidad para diseccionar la condición humana a través de lo cotidiano, sin renunciar a su estilo vodevilesco y teatral, brilla aquí como nunca fruto de la madurez y, muy probablemente también, del desencanto.
La película expresa que no es posible acabar con el capitalismo y sustituirlo por otras ideologías alternativistas (semiclandestinas en el tiempo de la película, con una reputación todavía intacta en 1981) surgidas del marxismo y de la Revolución rusa de 1917: en primer lugar porque la estructura de intereses cruzados es demasiado compleja para ser sustituida de forma ordenada sin violencia por otra completamente nueva; en segundo lugar porque, a pesar de que sus conquistas sociales son tan escasas, el capitalimo ofrece la posibilidad de mejorar nuestro nivel de vida, y precisamente por eso renunciar --como hace Lola, como hace von Bohm, como hace Esslin-- a toda coherencia y/o aspiración de reforma integral, transigir con una mejora mínima y parcial porque permite transmitir el bienestar recién adquirido a nuestros sucesores. Fassbinder retrata con tanta precisión como pesimismo un entramado universal de fuerzas que, a pesar de sus innumerables defectos, permite alcanzar una especie de sucedáneo de felicidad y de progreso general. Esa es la gran paradoja, el impulso que mantiene vivo al capitalismo y lo convierte en algo prácticamente irrenunciable.