Sorolla contempla Granada bajo la inmediatez a la que le somete el frío (los pequeños estanques de la Alhambra permanecen helados mientras los pinta), y su poderosa y matérica pincelada larga, se reconvierte en una insinuación cercana a la acuarela, donde los trazos se difuminan en una luz de invierno en contraposición a sus famosas escenas de mar en la playa de la Malvarrosa. El maestro tampoco necesita mucho más, porque su doctorado sale indemne de tan aguerrida batalla. La finitud infinita de una Sierra Nevada cubierta de un poderoso color blanquecino adornan sus cuadros a modo de fuerza sobrehumana, a la que Sorolla hace frente, y con la que nos acerca la inmensidad de un cielo que se pierde en el horizonte en un guiño adornado de color.
El gran poder de Sorolla en Granada se encuentra en la habilidad de gran pintor que sale victoriosa ante los elementos, porque en algunos casos, Sorolla apenas necesita más que sugerir las siluetas de aquello que pinta para dejar acabado el cuadro; un don que sólo poseen los grandes maestros, y que en esta ocasión, nos recordó a la excepcionalidad de Antonio López para sugerir el todo dentro de la nada en su serie sobre la Gran Vía madrileña que se expuso recientemente en el Museo Thyssen Bornemisza, cuando contrariamente a lo que en él es habitual, nos mostró los cuadros de diferentes edificios a distintas horas del día, estando la mayoría de ellos apenas sugeridos en meros apuntes, pero que en sí mismos ya guardaban la esencia de una gran obra. Así se nos revela Sorolla en su mirada sobre la luz y los edificios de Granada, bajo cuyo duende cayó hipnotizado. No en vano, somos testigos de cómo diferentes manifestaciones artísticas se cogen de la mano y marchan juntas en pos de la belleza; una belleza tenue, casi pastel en ocasiones que se vuelve en melancólica, como una historia de amor entre una sirena y un marinero.
Los cuadros de Sorolla en Granada, le sirvieron al pintor para descargar el gran peso y responsabilidad que le suponían los murales de la Hispanic Society of America, y tanto el tamaño como la composición de los mismos (casi totalmente geométrica) nos hacen compararlos con una aventura de amor y pasión, fugaz como los límites de la ilusión sobre lo no permitido. Un resultado que en esta caso no es fallido ni tímido, sino todo lo contario, porque hay que buscar en el contraste de estas instantáneas una de las versiones más íntimas del pintor valenciano, que se dejó llevar por las grandes dosis de embrujo de una Alhambra retratada bajo la temerosa luz invernal, a la que Sorolla supo transmitirle su inconfundible estilo recubierto de una insinuación cercana a la acuarela.
Otro de los alicientes que tiene esta exposición, que estará en Madrid hasta el próximo día 22 de febrero, es la oportunidad de visitar el palacete en el que vivió Sorolla junto a su familia, y por tanto, de contemplar una parte de los aspectos más íntimos del artista, entre los que sobresalen su taller y la salas que él utilizaba como estudio y sala de exposiciones, y en las que se aventuran una faceta apenas conocida de Sorolla, sus retratos, que bajo la influencia de Velázquez, nos introducen en esa otra versión magistral del artista, pues sólo hace falta detenerse ante los retratos de sus hijos al modo de las Meninas de Velázquez, para darnos cuenta que estamos ante un gran maestro de la pintura, donde en este caso, la protagonista no es la luz imperial y desorbitante de la playa, sino la luz plena de oscuridad la que se hace dueña y señora de una atmósfera enteramente mágica.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.