Lo que más me gusta del año es el verano. Especialmente los festivales de música, son algo maravilloso. La gente está más feliz. Eufórica diría. Podría ponerme a hacer un muestreo sobre la felicidad de esa gente en Benidorm el último fin de semana de julio y en su casa una tarde de noviembre. ¿Sabéis que saldría?
¿Podría pedir con esos estudios una ayuda pública? ¿una subvención especial para ir a los festivales? ¿podríamos recortar de otras partidas para implantar un plan de festivales escolares? ¿unas investigaciones para ver los ingentes beneficios que hace un festival sobre el bienestar de las personas? Podríamos reducirlo más al absurdo y decir que lo que cura es cagar en un polyklin o hacer botellón en un parking.
Los “a mi me funciona”, “ayuda a mucha gente” o “ahora estoy mejor” no sirven para decir que algo es válido científicamente. Pero ya no hablo de ciencia en un plano superlativo. Hablo de cuestiones básicas. De pasarse el método científico por los cojones. De decir que porque un chico de 1,70 juega en la NBA todo el mundo de 1,70puede jugar en la NBA, de que porque alguien se “curó” de X haciendo Y todo el mundo que haga Y se curará.
En un mundo como el que vivimos el consumidor tiene capacidad de decidir si quiere acudir a la medicina, a la homeopatía, a la chamanería o a la religión. O combinarlo todo. Pero añadir a ciertos conceptos “neuro”, “emocional” o “inteligente” no convierte esos conceptos en válidos ni en positivos. Nos gusta creer en las soluciones mágicas (aquí puedes leer los insultos que me dicen por hablar de la ley de la atracción) porque son más fáciles, más factibles y, sobre todo, porque justifican existencias de mierda en aras de un futuro mejor o, incluso, de una vida eterna.
Por eso hay gente que necesita creer, pero no nos obligue a compartir sus creencias.
(Y como alguien estará pensando que eso hacemos lxs pscólogxs, ahí va un vídeo)