Cristino de Vera, el pintor de los cráneos barrocos y de las estepas castellanas vistas a través de ventanas iluminadas con velas y cruces, salía de su casa en el Madrid de los cincuenta y atravesaba la Gran Vía, oscura de posguerra tardía, gris y sucia, triste y aletargada, para visitar las taquillas de los cines de la arteria madrileña. No pensaba entrar a ninguna función, lo único que quería era tener algo de conversación y aprovechaba la cautividad de las taquilleras para arrancar diálogos imposibles sobre el pasar de sus horas.
- ¿Qué les decías, Cristino?
- Les preguntaba por la vida, por el paso del tiempo, por cómo había sido su día…
- ¿Y qué te contestaban?
- Que sólo veían bocas, y que sólo recordaban haber hablado, durante horas de números… fila 7, 4; fila 3, 2 y 5…
Y luego, en un ratito, recordarán lo que ellas mismas necesitan, para antes de irse a casa, llenar su propia bolsa.
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