La naturaleza humana dispone de diversas membranas que cada uno de nosotros usamos para acercarnos o separarnos de los demás. En este caso, los personajes de los relatos de Jaeggyse adentran o escapan de su entorno, o bien de una forma terrorífica o atroz, o bien tras el manto de una felicidad difuminada en el tiempo, relacionando de ese modo aspectos de la vida que se encuentran muy distanciados entre sí. Esta es una manera de afrontar la realidad mediante ecos que perturban la memoria de sus protagonistas y la del lector que se acerca a ellos, como si todo se redujera a un lenguaje polifónico de universos cerrados por los que la autora vierte todo su talento literario para forzarnos a experimentar, una vez más, ese malestar que nos incita a seguir leyendo sus textos. En este sentido, la virtuosa escritora de las frases cortas, de las palabras punzantes que te dejan sin aliento, o la interventora del miedo y el silencio, se luce en los relatos cortos jugando a su gusto con las palabras, como si las propias palabras pareciese que careciesen de importancia; un efecto literario que se difumina cuando se llega al final de la historia narrada y, ahí, éstas se rebelan y nos demuestran su valía y su acierto, porque ahí, también, es donde el miedo se convierte en luz y en sangre a la vez, tal y como ocurre en el cuento que abre esta recopilación, Soy el hermano de XX, en el que el silencio del muerto reconvertido en palabra escrita se recrea en el eco de las palabras, de los recuerdos y de la ausencia o no necesidad de ambas, pues el objetivo es dormir, dormir cuanto más mejor.
La familia y la infancia aparecen con fuerza, una vez más, en el subconsciente literario de Jaeggypara atraer hacia sí esa fuerza perturbadora de su escritura, donde la búsqueda de las palabras en soledad bajo la cúpula oscura de la noche se convierte en poemas bajo la intemperie de una pequeña máquina de escribir, al modo que ocurre en Nedge. O como sucede en el relato que da título a la recopilación, El último de la estirpe, donde la frase: «le parece que la memoria poco tiene que ver con el recuerdo» nos lleva a la familia, a los rencores y a los recuerdos voluminosos que, como un rimero de libros, se desploman sobre el protagonista. Aquí la desdicha, el terror y la muerte se dan la mano y lo hacen cargadas de desesperación. En otras ocasiones, sus personajes entablan una comunicación directa con los peces del acuario de un restaurante; unos peces que más tarde acabarán en los platos de los comensales —terror y sangre fría afilados al máximo—; o con los personajes de los cuadros de un museo como sucede en La visitante, donde la realidad se transforma en un sueño en el que la visitante al Museo Arqueológico de Nápoles percibe cómo las obras de arte toman vida propia y abandonan su realidad en dos dimensiones, a pesar de que en el fondo sepan que todo ese mundo es una merarenuncia: «han llamado tres veces antes de entrar. Sin decir sus nombres. Se había cumplido la ceremonia de la no existencia. No deseaban otra cosa que la renuncia». Por otra parte, también existen en este recopilación ese otro tipo de relatos donde Jaeggyse muestra inflexible con la fe y la religión y, así, en Agnes, la autora establece una comparación entre el rito de la muerte de Jesús y su crucifixión, con el amor que la protagonista vive con Agnes, una chica más joven que ella y, que, a pesar de su inocencia, es capaz de llenar su vida de luz, sexualidad y flores. De nuevo, el final nos reporta a la tenacidad de los recuerdos y a esa ambivalencia que tienen los objetos que nos pertenecen, pues es en los otros, donde representan los símbolos de nuestra posesión. En este ámbito religioso se desenvuelve el cuento titulado Adelaide, en el que asistimos con toda su crudeza a un fresco de una familia pintada con los colores del terror, la sangre, la furia y la destrucción. ¿Qué hacer con aquél que sobra en la mesa a la hora de cenar? Y a partir de aquí, el tono siniestro de Jaeggy se adorna con el toque tétrico que para la autora tiene la religión católica.
En El último de la estirpeasistimos de nuevo a la exploración por parte de su autora, Fleur Jaeggy, de la relación existente entre las palabras y sus recuerdos, y la evocación que esa relación provoca en un léxico cerrado, agónico y mágico, quizá, porque pertenezcan al lenguaje polifónico de los universos cerrados a los que la autora nos traslada como si fuésemos ese hijo al que una madre lleva cada tarde a un acantilado, con la única esperanza de que cuando sea mayor se muestre capaz de precipitarse al vacío en un día de primavera.
Ángel Silvelo Gabriel.