El cambio de registro que el gran actor José Luis López Vázquez realizó en los setenta descolocó al público español pero dejó a las claras que, más allá de su talento humorístico en comedias de altura o de bajura, o incluso casposas y rancias (en las que a menudo él era lo único salvable, o a veces ni siquiera eso), se trataba de un intérprete absolutamente magistral. Su caracterización como Benito Freire, personaje inspirado en el caso real de Manuel Blanco Romasanta, psicópata asesino español del siglo XIX y único caso documentado en España de diagnóstico de licantropía clínica, para El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970), sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte interpretativo cinematográfico en el cine doméstico. También se trata de un filme atípico situado en un año que en cierto modo marcaba un punto de inflexión, el inicio de una nueva etapa floreciente en el cine nacional, el Nuevo Cine Español que ensancharía fronteras y obtendría un reconocimiento prácticamente unánime, de carácter internacional, que no ha tenido parangón en etapas posteriores (hablamos de reconocimiento cualitativo, no cuantitativo ni mucho menos mediático) y que contribuyó a preparar el terreno para la apertura al mundo en todos los demás órdenes. Pero el carácter extraño de la cinta no proviene únicamente de su marco contextual, sino, principalmente, de la historia y del excepcional tratamiento que Olea, autor del guión junto a Juan Antonio Porto, hace de ella.
Nos encontramos en la Galicia rural del siglo XIX, un territorio dominado por el oscurantismo, la superstición y la ignorancia ligada al control religioso y a la excepción a este régimen que representan las ancestrales creencias y ritos paganos supervivientes durante siglos. Benito Freire es un buhonero que se dedica a la venta ambulante por distintas localidades gallegas, que recorre montes y bosques, casi siempre en soledad, apartado de todos, al margen de la sociedad. El hecho de que padezca violentos ataques epilépticos contribuye a ello, ya que se extiende el rumor de que está maldito, que ocasionalmente lo posee un espíritu maligno y demoníaco, aunque las escasas personas que lo tratan saben que nada de eso es verdad. Por ello, son muchos los que le encargan que acompañe o que guíe a sus familiares cuando emprenden viaje por las montañas y los bosques camino del Bierzo, de León o de Salamanca, o bien cuando vuelven desde allí a sus casas. Sin embargo, el peso de esas historias que corren sobre él, su propia enfermedad, el poder de la atmósfera misteriosa y mágica del entorno gallego y el resentimiento que alimenta en Benito su exclusión, el desprecio que despierta en muchas personas, terminan convirtiéndole precisamente en la bestia que las leyendas dicen que es. En la soledad del bosque comete sus asesinatos, siempre, como mandan los cánones, en fases de luna llena, y luego inventa historias falsas o manipula hechos para que los allegados de los asesinados no echen de menos sus noticias o su rastro, evitando así la denuncia ante las autoridades.
Dejando a un lado las diferencias entre el Benito Freire de la película y Manuel Blanco Romasanta (personaje fascinante: registrado como niña en la fe bautismal, con 1,37 m. de estatura en su madurez, de rasgos afeminados, inteligente y culto -aprendió el oficio de sastre, y también a leer y a escribir-, viudo prematuro, vendedor de milagrosos ungüentos elaborados con “grasa” -origen del mito del “Sacamantecas”-, asesino de paisanos y alguaciles en los montes, protagonista de sonadas fugas y huidas, objeto de persecuciones y batidas, detenido en Toledo, procesado, condenado a muerte, diagnosticado como licántropo clínico, indultado por Isabel II y conmutada su pena por la de prisión perpetua, fallecido en Ceuta en 1863), la película logra edificar una historia con connotaciones propias, basada fundamentalmente en el prodigioso recital interpretativo de López Vázquez y en el concepto puramente desmitificador, casi se diría que a contracorriente, que supone el tratamiento que Pedro Olea da a la fenomenología que sufre el personaje en los 87 minutos de metraje. De este modo, haciendo hincapié en los rasgos particulares del caso clínico del personaje real (la licantropía médica, nada que ver con el mito del hombre-lobo fuera de la simple asociación de ideas), se aparta de tópicos y estilos propios del cine de terror para ofrecer una historia de índole social, con tintes mágicos y fantásticos pero con clara vocación de parábola del momento presente del rodaje, que “explica” la deriva criminal de un personaje que padece una exclusión radical, una marginación absoluta, por su físico y por una enfermedad grave, a pesar de que en su interior atesora cualidades y capacidades muy por encima de las limitaciones sociales, culturales y educativas de los seres de su entorno. Este choque es el germen de la psicopatía de Benito, de manera que sus crímenes no vienen sólo motivados por la avaricia material, es decir, el robo, o la satisfacción sexual, sino también y principalmente por un hosco y profundo sentimiento de venganza, de odio contra quienes lo evitan como a un animal peligroso.
Este aspecto “social”, este amargo, cruel y, por otro lado, acertadísimo retrato de la España Negra generó a Pedro Olea y a la película interminables problemas con una censura que, por más que hubiera suavizado ligeramente la mano en aras de utilizar a los modernos cineastas españoles como altavoz para su tímido aperturismo y su publicidad enmascarada acerca de las bondades del progreso económico español, seguía aplastando con mano de hierro toda expresión artística que pusiera en cuestión esos mismos avances y ofreciera una imagen del país ambivalente o directamente crítica, con el presente o el pasado, máxime cuando podían extraerse lecturas políticas. En todo caso, los puntos fuertes de la película, además del planteamiento inicial de la historia y de la poderosa caracterización de José Luis López Vázquez, sin la cual la cinta habría sido absolutamente inconcebible, van asociadas directamente a la que sin duda constituye la mayor virtud del cine de Pedro Olea: la construcción de atmósferas y, en particular, el trabajo de ambientación. En este punto, Galicia, sus paisajes, su idiosincrasia, toman claro protagonismo: la cultura del misterio, de la superstición, el retrato de su ambiente rural decimonónico, las leyendas de la mitología gallega sobre la brujería, los espíritus, la noche y los caminos, hacen de ella un marco inmejorable, insustituible, para la historia. Por otro lado, el bosque, un personaje más de la cinta, un ente vivo, amenazante y salvador a partes iguales, foco de secretos, de temores, de peligros, pero también refugio para asesinos, renegados y proscritos. Ambos, Galicia y el bosque, sirven de perfecto acompañamiento perfecto a López Vázquez y a un magnífico trabajo de dirección artística que, todos juntos, conforman una de las propuestas más arriesgadas y sugerentes, cautivadoras e inquietantes, del nuevo cine español de los setenta contemporáneo de las comedietas costumbristas y sentimientaloides según modelos pacatos y anticuados, un cine a un tiempo sencillo y ambicioso, complejo y sutil, lírico y contundente, que hoy ya es tan sólo un recuerdo pero que fue el mejor testimonio de ese otro país, el real, que se apartaba de folclorismos y tópicos patrios para creer, junto con parte de la sociedad, que otro país, otras historias, eran posibles.