Decía Alejandro de la Sota que el arquitecto siempre da liebre por gato. ¿Qué quiere decir esto? Pues que, frente a los estafadores que dan de comer al confiado cliente un estofado de gato (bicho culinariamente despreciable) haciéndolo pasar por exquisita liebre, los arquitectos hacemos lo contrario. No somos capaces de dar gato.
Muy bien. ¿Pero qué pasa cuando el cliente lo que quiere de verdad es gato? Pues que le damos liebre de todas formas. Quiera o no quiera. Nosotros a lo nuestro, con nuestras cosas y nuestras manías. Siempre igual. Aunque nos pidan gato les servimos liebre. ¡Qué buenos somos!
Últimamente no hago más que proyectos chorras, papeles que los interesados necesitan para que les den licencia de obras: cerrar un porche, acristalar una terraza, acondicionar una buhardilla, hacer una piscina...
En todos estos casos el cliente ya ha quedado con el albañil (o con el cerrajero, o con el carpintero) en lo que hay que hacer, y es algo perfectamente definido y acordado. Pero ha ido al ayuntamiento a pedir la licencia y le han dicho que necesita un proyecto de un "técnico competente". (Nadie sabe nunca qué o quién puede ser ese "técnico competente", pero a veces recurren incluso a un arquitecto. Error).
En muchas ocasiones el interesado ni siquiera ha ido al ayuntamiento a pedir la licencia, sino que se ha puesto a cerrar la terraza o lo que sea y le han pillado. Y cuando recurre al arquitecto la obra ya está a medias o casi terminada.
Sea como sea, la única pretensión del ciudadano es que, ya que le obligan, alguien le haga ese estúpido proyecto lo más rápido y lo más barato posible.
Si recurre a un ingeniero, o a un aparejador, seguro que le hacen un buen trabajo, rápido, barato y sin chorradas ni complicaciones. Se trata de resolver un trámite burocrático y punto. (En general, se trata de resolver un problema práctico sin andar mareando y sin elucubrar).
Pero si recurre a un arquitecto, y éste consigue dar un precio similar a los del aparejador y el ingeniero (cosa difícil, ya que en chorradas como visado y seguro solemos tener más gastos), se produce un efecto curioso: El arquitecto echa cuentas de lo que va a cobrar y de lo que le va a costar a él ese trabajo y descubre que se ha columpiado.
Entonces se propone hacer ese proyecto en un par de días como mucho. Si tarda más va a perder por todas partes. Se jura una y mil veces dibujar sin pensar, ser un autómata, aplicar la normativa sin más y no implicarse.
Pero cuando está dibujando el alzado se descubre a sí mismo pensando en el despiece de la carpintería. "Tío, que esto ya lo han decidido, que no lo van a hacer así. No pierdas más el tiempo", se dice, pero sigue dibujando, y dibujando, y bajando un poquito el techo del porche, y separando un poco más los soportes, y juntándolos ahora, buscando un módulo, un ritmo, algo. "Tío, eres tonto. Termina ya". Y se empieza a dar cuenta de que con este otro material quedaría mucho mejor, y hace, sólo para él, sólo para entretenerse, una prueba con color, y una perspectiva. Nada, un mero boceto rápido. Nada. Y en la sección cambia entonces dos cosillas. Nada.
En fin, qué os voy a contar. No sabemos hacer otra cosa.
Eso a menudo es bueno: Cuando un cliente quiere que le estudiemos un problema arquitectónico y le propongamos algunas soluciones. Pero a veces ni siquiera ahí somos prácticos. Le hacemos replantearse asuntos que ya daba por resueltos o que ni se había planteado. Le proponemos nuevos problemas para dar una solución orgánica, coherente y compleja.
Vale. Muy bien. Pero ante la sociedad, la imagen que tiene un ingeniero es la de alguien que resuelve problemas, y la que tiene un arquitecto es la de alguien que los crea.
Los arquitectos (siempre alabanciosos y ampulosos) decimos que nuestro planteamiento de problemas es más rico y más fértil que las soluciones inmediatas de los ingenieros, tan directas y poco profundas. ¡Sí! ¡Ya! ¡Por eso nos quiere tanto todo el mundo!
(Ahí dejo ese punto. Otro día le veré el lado bueno a esa labor de no conformarse con lo inmediato, de darle siempre otra vuelta, de profundizar, de dudar, de replantearse los problemas, de rehacer una solución porque hay otra mejor. Tiene su mérito, naturalmente que sí, pero hoy quiero hablar de otra cosa).
A menudo ese afán de dar liebre a quien ha pedido gato da como resultado que no salga ni un gato ni una liebre, sino un gatoliebre horrible.
A menudo la solución que pretende el interesado es demasiado directa y ramplona. Es normal: Necesita resolver un problema funcional y perentorio, y no tiene ni la formación ni las ganas suficientes como para darle un par de vueltas. Si recurre al ingeniero, éste le resuelve el problema técnicamente: Tan ramplón como el cliente lo ha concebido, pero de forma que la viga aguanta o el conducto tiene la suficiente sección. Nada más.
(Repito: Perdón por la generalización).
El ingeniero ha resuelto lo que le han pedido, y lo ha hecho bien. Ha cumplido su misión con profesionalidad.
Pero si a quien contratan es a un arquitecto, éste le dará mil vueltas al planteamiento, lo pondrá en cuestión, intentará convencer al cliente para que enfoque el asunto de otra forma, o para que lo combine con otro, o para que reconsidere todo.
Es muchísimo más trabajo para el arquitecto, pero es que somos como el escorpión del chiste: Sabemos que si picamos a la rana moriremos con ella, pero no lo podemos evitar. "Es mi carácter".
Y lo malo es que a menudo sí que solemos convencer al cliente para que dé algunos pasos en la dirección que le mostramos, y a que reconsidere algunos problemas, pero nunca todos ni por completo. Con lo que al final lo que se construye es la idea del interesado pero ligeramente desviada hacia las sugerencias del arquitecto, o, dicho de otro modo, la idea del arquitecto, pero lastrada por los prejuicios del cliente. Es decir: Algo que no complace ni al uno ni al otro. Algo adulterado y monstruoso. Ni gato ni liebre. Un asco. Un monstruo.
De esos hacemos muchos, y resultan de ese afán de dar liebre. Maldita liebre.
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