Lo que más le atraía era contemplar la tersura de la arena después de haber sido barrida durante la noche por el oleaje, borrando todas las huellas de la jornada anterior. Tal regeneración permitía que el nuevo día pudiera escribir su particular historia sobre la playa, partiendo de cero.
Avanzó lentamente hacia la orilla, mientras echaba un vistazo a su espalda, pues el silencio que se produjo le hizo temer que le hubiesen dejado solo. Comprobó que estaba equivocado, al observar la larga hilera que constituía la comitiva, de decenas de miles de personas, que en un momento dado empezaron a entonar el mantra Raghupati.
En aquellos instantes pensó en toda su vida de lucha y sacrificio, si bien es cierto que durante su juventud había disfrutado de una posición acomodada. Era el hijo menor del diwan o primer ministro de Porbandar, y por ello había tenido la oportunidad de estudiar Derecho en la University College de Londres.
A su vuelta a la India, se encontró con dificultades para ejercer de abogado en Bombay, ya que la profesión estaba sobresaturada. El incidente que tuvo con un oficial británico por defender a su hermano mayor le ayudó a decidirse a emigrar a Sudáfrica, donde se le abría un futuro más prometedor.
Se instaló en Natal, donde trabajaba para una empresa india. Poco a poco, Mohandas Karamchand Gandhi fue constatando la discriminación que padecían sus compatriotas. Aunque no fue plenamente consciente hasta el día en que, a pesar de que era indio y de que iba elegantemente vestido, fue expulsado de un tren cuando se negó a cambiarse del vagón de primera clase al de tercera, en el que viajaban los negros. Un par de episodios más en medios de transporte y hoteles le llevaron a erigirse en el abanderado de la batalla contra la marginación.
Regresó a la India con la intención de retomar su carrera de letrado y de crear un periódico, pero su amigo Gopal Krisna Gokhale le persuadió de que se integrase en el movimiento de resistencia a la dominación británica. Para ello, Gandhi creyó conveniente conocer de primera mano las necesidades básicas de sus paisanos, y en particular de los más desfavorecidos, por lo que se embarcó en una travesía por todo el país.
Fue una experiencia altamente gratificante. Viajando a pie en los trayectos cortos, y en tren para las distancias más largas, recorrió innumerables ciudades y pueblos del país. En su periplo sólo recibió mas que atenciones y afectos por parte de la población, mientras que gradualmente iba desprendiéndose de los bienes materiales de que disponía, puesto que se dio cuenta de que eran innecesarios para lograr la felicidad.
Al cabo de un tiempo acabó abrazando la pobreza de la gran mayoría de sus paisanos, y se despojó cuanto consideraba superfluo. Cambió sus zapatos por unas sandalias, y cubrió su cuerpo de cintura hacia abajo con una tela parecida a la que portaban los agricultores, realizada con algodón autóctono, no importado, que aprendió a hilar con una rueca al estilo tradicional.
Cumplió sus deseos erigiendo una ashram o comuna en la margen derecha del río Sabarmati. En ella convivía feliz con sus discípulos, procurando ser autosuficientes. Confeccionaban su propia ropa y cultivaban sus alimentos, retornando así a las costumbres hinduistas. No comían carne, tan sólo vegetales crudos, añadiendo a la dieta algunos productos lácteos.
Fue por entonces cuando comenzaron a llamarle por el apelativo que le dedicó Rabindranath Tagore: Mahatma, que significa ‘gran alma’, lo cual no le desagradaba, aunque prefería que le llamaran Bāpu, o ‘padre’. Y es que se había convertido en toda una referencia espiritual, así como en la punta de lanza del emergente anhelo de independencia de la Joya de la Corona respecto de la metrópoli.
Aunque se hubiese retirado a vivir en aquella comuna, Gandhi seguía al frente del movimiento nacionalista. Había protagonizado varias huelgas de hambre, pero apenas si había conseguido logros significativos. Sus compañeros del Congreso Nacional Indio se empezaban a impacientar, querían pasar a la acción, pero él rechazaba de plano la lucha armada, pregonando la áhimsa o no violencia, como método de lucha social.
Tras meditar durante seis semanas en su cabaña, Gandhi se decidió por la organización de la Marcha de la Sal, una manifestación que partiría desde su residencia hasta la localidad de Dandi, 380 km. al sur, en la costa del Océano Índico. Allí pretendía obtener sal del agua marina, desafiando las leyes coloniales relativas a la producción de sal.
El impuesto sobre la sal, que impedía a los indios fabricar su propia sal de forma artesanal, y les obligaba a adquirir la que vendían las compañías británicas, con el pago de la consiguiente tasa, era profundamente injusto.
La sal, en aquellas latitudes, era un bien de primera necesidad, tan solo comparable al agua o al mismo aire. El condimento era imprescindible para paliar la deshidratación, especialmente de quienes realizaban trabajos físicos, y además constituía un artículo indispensable para la conservación de la carne y otros alimentos.
Gandhi imaginó que la campaña de desobediencia contra la ley conseguiría movilizar al país entero, al tratarse de un tributo transversal, que afectaba a todas las economías por igual: ricos y pobres, hindúes y musulmanes, y a todas las castas.
Sabía que su complot podía desembocar en disturbios violentos, así que resolvió enviar una carta pública al virrey Lord Irwin, en la que le solicitaba una reunión entre iguales y le transmitía sus demandas, al tiempo que se ponía en contacto con los medios de comunicación y les informaba sobre su plan de desobediencia civil. El virrey no tomó en serio su amenaza.
El día señalado para la partida de la expedición, el 12 de marzo de 1930, la aldea estaba a rebosar de simpatizantes, curiosos y numerosos corresponsales de prensa, venidos de todos los confines del mundo. De acompañantes, había reclutado a 78 miembros del ashram, jóvenes y varones, sabedores del riesgo que asumían al participar en la Satyagraha de la Sal, y educados en la disciplina que requería la protesta.
Bien temprano iniciaron las plegarias matinales, realizaron la ceremonia de partir unos cocos para evitar los malos espíritus, y emprendieron la caminata, ante la mirada de los más de 20.000 asistentes. Se prometió no volver a su comunidad hasta no haber alcanzado su objetivo.
Las márgenes del camino estaban plagadas de admiradores, que lanzaban a su paso flores, hacían sonar sus timbales y címbalos, regaban la tierra para que así no les molestase el polvo, y les proveían de víveres y agua.
Cada vez que llegaban a un poblado, sus habitantes les escoltaban hasta la siguiente escala del itinerario; unos retornaban a su pueblo, y otros pasaban a engrosar la manifestación. Le encantaba comprobar cómo la mayoría habían desechado los tejidos y hechuras occidentales y lucían el khadi blanco, de tal manera que la marcha cobró el nombre de ‘El río blanco que fluye’.
En todas las aldeas, intentaba animar a los dirigentes locales a que renunciasen a sus cargos y dejasen de cooperar con el gobierno británico. Cada anochecer, antes de dormir al raso, pronunciaba un discurso que se amoldaba a las peculiaridades del lugar, y que era retransmitido por los periodistas que cubrían el evento.
Estaba orgulloso de cómo discurría su plan, pero a veces sentía cierto pesar por los más jóvenes o débiles que se habían sumado a la causa, y que a duras penas si podían aguantar el ritmo establecido de 30 o 40 km. diarios.
A través de los corresponsales que seguían enviando sus crónicas, le llegaban noticias sobre la enorme repercusión de su revuelta, y acerca del avance de la marcha paralela que estaba llevando a cabo Rajagopalachari en la costa oriental, desde Tiruchirappalli hasta Vedaranyam.
Cuando arribaron a Dandi, veintitrés días después de su salida, le escoltaban unas 60.000 almas, formando una fila de más de 3 km. de longitud. Fue una noche muy larga, en la que pocos de ellos consiguieron conciliar el sueño, tras la disertación que Mahatma Gandhi había pronunciado al atardecer.
Tenía la certeza que a lo largo del país, desde Karachi hasta Kolkata, millones de personas estarían recogiendo agua salada para ponerla a cocer, con el fin de obtener sal, un acto de desobediencia no violenta, que seguramente les llevaría a la cárcel a muchos de ellos.
Gandhi sonreía porque, en cierto modo, habían empezado a conquistar la libertad. Pero no estaba convencido de que sus simpatizantes entendiesen que el camino no terminaba allí. Ahora, cada uno debería seguir buscando su propia verdad.
De lo que sí estaba seguro, es que al mar le costaría mucho tiempo y esfuerzo eliminar las pisadas que habían estampado en la arena de Dandi aquel día.