Absurdamente titulada en España (Suspense), The innocents, (Jack Clayton, 1961) es la magistral adaptación de la novela de Henry James Otra vuelta de tuerca (The taming of the shrew, 1898). Como buena producción clásica británica, tres de sus aspectos sobresalen del conjunto y elevan al filme por encima de cualquier otra adaptación de esta obra o de otros productos influenciados por ella: en primer lugar, la fidelidad en el tratamiento de situaciones y personajes, crucial, fundamental tanto en la composición de sus psicologías como en el ambivalente desarrollo de la trama; en segundo término, las impresionantes interpretaciones, tanto de la gran Deborah Kerr, de una glacial belleza salpicada de vulnerabilidad e inestabilidad, como de los niños (Martin Stephens y Patricia Franklin), afortunadamente alejados de cualquier repelencia asociada a los críos en la pantalla; en último lugar, el excelente trabajo de ambientación, el diseño de producción, la construcción de decorados interiores y exteriores (la mansión, los muros de piedra, las escaleras, salas y corredores, las estatuas de piedra, las gárgolas…), y el sabio uso que Jack Clayton hace de ellos, apartado en el que cabe incluir también el aprovechamiento de los exteriores (bosque, jardín y lago, primordialmente), así como de los fenómenos atmósfericos y de las sombras de la noche.
El argumento es de sobra conocido: en la Inglaterra victoriana, un importante hombre de negocios (Michael Redgrave) contrata a una puritana institutriz, Miss Giddens (Deborah Kerr), para que se desplace a su casa de campo y se haga cargo de la educación de sus sobrinos Miles y Flora, a los que no se siente especialmente unido y para los que su vida disipada y cosmopolita apenas deja tiempo. De hecho, parte de las instruccinoes de su nuevo empleo consisten en disponer de total autonomía y capacidad de decisión, en no molestarle con ninguna cuestión relativa a los niños. Auxiliada por la señora Grose (Megs Jenkins, espléndida en su interpretación), todo parece sonreír a la recién llegada: un marco incomparable (una lujosísima mansión situada en un entorno bellísimo de bosques, prados y lagos), unos niños deliciosos (aunque se vislumbre en ellos algún sombrío recoveco, tal vez producto de su temprana orfandad y de las desatenciones de su tío) y un clima de paz y tranquilidad que consigue que olvide sus propios traumas. No obstante, tanta placidez queda sumergida en el caos cuando Miss Giddens tiene conocimiento, a través de la señora Grose y de los niños, de los tremendos acontecimientos que tuvieron lugar en la casa no hace mucho tiempo: la muerte de Peter Quint (Peter Wyngarte), el asistente del dueño de la casa, y el posterior suicidio de su antecesora en el cargo, y amante de Quint, Miss Jessel (Clytie Jessop). Miss Giddens sospecha que aquellos hechos ejercen todavía una traumática influencia sobre los niños, y siente que los extraños fenómenos a los que asiste a continuación suponen la confirmación de sus sospechas.
Jack Clayton dirige con maestría una historia absorbente, emocionante y llena de intriga y desasosiego. La espléndida fotografía en blanco y negro de Freddie Francis contribuye a explotar satisfactoriamente los distintos escenarios, de lo bucólico y amable de los primeros paseos campestres, a lo tétrico y amenazante de las terroríficas noches de espanto, en lo que es un sobresaliente empleo de los paisajes y las puestas en escena, así como de los decorados y de la forma de utilizarlos en encuadres y la colocación de la cámara, para simbolizar la evolución psicológica del personaje de Miss Giddens. El acierto decisivo, no obstante, consiste en mantener la ambigüedad de este personaje y, como resultado, de la ambivalencia de los hechos que suceden en la casa. El guion de William Archibald y Truman Capote, repleto de diálogos de innegable calidad literaria, conserva la cualidad de Miss Giddens como hija de un párroco rural anglicano, e insinúa, sin mostrarlos ni explicarlos pero palpablemente vigentes en toda su influencia, todos aquellos condicionantes que modulan la personalidad de la institutriz y permiten percibir las implicaciones que sus actos y sus drásticas decisiones finales tienen tanto para ella como para su actitud hacia los niños. Al mismo tiempo, permiten extender al filme la doble lectura de las páginas de Henry James: ¿ocurre en verdad lo que parece que ocurre, o los hechos suceden únicamente en la perturbada mente de Miss Giddens?
Otro de los elementos decisivos que hacen de la película 99 minutos de obra maestra, es la dirección de Jack Clayton. No solo extrae visualmente todo el partido posible a la novela de James, sino que hace de cada encuadre prácticamente una obra de arte, tanto en la composición de cada plano, de un lirismo evocador solo comparable a su capacidad para hacerlo igualmente turbio y amenazante, como en la creación de un clima enrarecido y peligroso o en la cantidad de información que consigue transmitir en cada plano, tanto acerca de lo que se avecina en el desarrollo de la trama como de la mente y de los secretos de cada uno de los personajes, o simplemente contribuyendo a crear atmósfera, a solidificarla, a hacer que planee sobre los personajes, en especial sobre Miss Giddens, como una sombra amenazadora. A ello contribuyen igualmente unas interpretaciones espléndidas, en especial Deborah Kerr, sencillamente impresionante, y también el buen ojo de Clayton al diseñar las escalofriantes apariciones de Quint y Jessel (la cara del asistente sobreimpresionada en la puerta de cristal, en paralelo a la estatua de piedra, la figura femenina cruzando el espacio libre al final del corredor u observando de lejos, desde la orilla del lago, los juegos infantiles de Flora, mientras tararea esa inquietante cancioncilla que la niñera le enseñó antes de morir…). Los niños, como ocurre en muchas de las mejores películas de terror, resultan cruciales para cerrar el círculo: la aparente inocencia convertida en fuente de horror, los conocedores (¿o no?) de un misterio que se niegan a hablar de él y que acrecientan así los temores de los mayores, la necesidad de una redención que no es tanto la suya como la de la propia Miss Giddens… Y como colofón, la huida de toda concesión al final feliz y políticamente correcto, tanto desde el punto de vista del público más pedestre como en atención a lo puramente cinematográfico.
Una joya de película, de visionado obligatorio, continuadora de los grandes clásicos de terrores victorianos rodadas en los años 40, y que supone, con muchísima diferencia, la mejor adaptación de la novela de Henry James. La versión cinematográfica definitiva sobre el tema de la casa encantada.