Es inexcusable para el arte como para la filosofía dar cuenta de cada época, del zeitgaist, del espíritu hegeliano del tiempo, de ser consciencia, acaso reflejo, interpretación, siquiera código compartido, descifrado. Nuestro tiempo, como en el que le haya tocado vivir a cualquiera otros, es tan particular, reconocible y original como lo fueron todos los anteriores y sólo estando inmersos en él cuesta reconocerlo, pero nuestra contemporaneidad es tan identificable, original y radical como el tiempo que inauguró la Revolución Francesa. Otra cosa es que tengamos quien nos lo cuente.
En contra de lo que se suele tomar por cierto hay un montón de cabezas poderosas puestas a la tarea de identificar y diseccionar esto que empezamos, ya hace mucho, a llamar postmodernidad. Hace demasiado como para que el teatro y el cine no hayan dado cumplida cuenta, como para que sigamos asistiendo atónitos y narcotizados a las mismas tramas de zarzuelilla, vodevil y opereta con aspiraciones de innovación.
Rodrigo García es un golpe en la mesa. Probablemente más bien un escupitajo. Y en realidad es tan nuevo como Sloterdik (64 años), Bauman (86) o Lipovetsky (67), quiere decirse que este hombre ya tiene muchos tiros en el lomo, pero muy probablemente tengan que ser viejos los novísimos que vengan porque quizás y en contra de las apariencias de jovialidad, fluidez y renovación constante, hayamos encallado en un mundo descaradamente conservador, estancado y reticente a los lenguajes verdaderamente nuevos, a los que aportan contenido, información y no los sms, chat, twitter y el resto de cibernarcolepsia travestida de emanciapación ultramoderna (en dicha “emancipación” y bajo el peso geológico de las marcas y los logos acaba de caer la propiedad intelectual, ese absurdo invento… ¿no?).
Gólgota picnic es un cristo, bastante moderno, en el que un grupito de actores disparan sin piedad un discurso hemorrágico, frontal, afilado, hiperlúcido y disfrazado de sermón bíblico de un posible Ángel Caído, un contrafáctico Jesucristo, un improbable evangelista que no se esfuerzan en convertirse en ningún personaje porque, eso sí que ya ni siquiera es nuevo, sobran las tramas, los personajes, los guiones lineales y mecánicos en los que a alguien le pasa algo y hace que dice que… de todo eso, hace ya mucho (aunque pueda uno ser muy feliz ahí dentr).
En Gólgota no hay arquitectura, ni vanguardia ulratecnificada por más que haya una camarita digital, micros y una pantalla con proyecciones. Sin embargo nada más lejano al complejo andamiaje de, pongamos, La Fura, al servicio siempre de complejas planificaciones industriales, visuales y metadramáticas. Aquí quizás hay metalenguajes pero sobre todo queda sobre el escenario la crudeza de lo expuesto, pulsátil, directo y desnudo, a bocajarro y escupido. Una panda de individuos que parecen más que nada unos colgados de verbena muy pasados de tóxicos, algo así como un descampado afterhours, quizásla secuela de un festival, quizás la secuela de la propia ciudad o de la propia vida en la que la Biblia, si acaso, va encajando como único trazo común los discursos destructores, salvajes, nihilistas de unos personajes que al tiempo pisan sobre un manto de hamburguesas, se travisten con comida, se crucifican con vegetales, se entierran bajo carne cruda, degluten y regurgitan hamburguesas ante un plano gigante que orla el discurso siempre feroz de cualquiera de ellos. Más que arquitectura hay textura y más que trama hay visión.
Todo con espontaneidad, casi sin premeditación, de la manera más sucia, desnuda y directa posible, un gesto decididamente punk anima todo el montaje, voluntad de contundencia, de explicitud, de incordiar, que me habría jodido (como a la tropa de público que va desfilando por el patio de butacas a medida que avanza la representación) de no ser por lo genuino, lo sincero y lo contundente del contenido. Por supuesto, y como no puede ser de otra manera, todo es cuestión de recepción y reconocimiento, ocurre o no, se comparte lenguaje y sentimiento o lo que se lleva uno a casa es a una panda de desquiciados revolcándose en pelotas entre fumigaciones de pintura y hamburguesas (por cierto, una vaciedad posible muy propia de nuestros museos de Arte Contemporáneo).
El gesto violento, rompedor, agitado y turbador culmina en un final en el que, podría haber castigado al público con quince minutos de silencio, o podría haber aterrizado un enorme elefante de goma rosa sobre el escenario o algún actor podría haberse meado (no dudo que ganas le faltaran al autor), pero todo eso sería burdo, vacío, muy antiguo y propio de otra obra y otro lugar. La interpretación final del largo viaje hacia la muerte, real y bíblica, la última rotura consiste en un hombre desnudo, Mario Formenti, que interpreta exquisitamente Las siete últimas palabras de cristo en la cruz de Haydn en un piano de cola, con sus nueve movimientos, uno detrás de otro y casi una hora de duración. Mucho público huye, pero ¡ojo!, huyen ante la desnudez y la contundencia ensimismada de una de las músicas más bellas posibles. Huyen por la imposibilidad de aceptar, de repente, la belleza, de repente a Haydn, un hachazo a la velocidad de la ciudad y a las expectativas. Esa es la ruptura que ha elegido Rodrigo García. Ese es el lenguaje. Esa es la apuesta.
PD: Entre El evangelio según san Juan de El Brujo y esto va más o menos lo mismo que de Paganini a Bisbal o de Steve Mac Queen a Martínez Pujalte, tratando ambas una recreación evangélica y exactamente sobre el mismo escenario, con la misma pasta, la del CDN, que hace a churras y a merinas.
PD2: Seguramente esto será, como siempre, para minorías, puede que la gente de la Gran Vía y los musicales no lleguen nunca a verlo, puede que alguien acuse al autor de elitista, sin embargo, éste hombre nació y se crió en un barrio chabolista. Es puro pueblo.
ARM