Goslar

Publicado el 27 septiembre 2020 por Claudia_paperblog

13 de julio de 2020

Es curiosa esa primera cita que empieza en un tren con dirección Goslar, un pequeño pueblo típico alemán. En realidad, no se le puede llamar cita. Tengo unas horas libres entre mi clase de las siete de la mañana y la de las cuatro de la tarde y surge ir juntos. Estoy algo nerviosa en realidad porque no nos hemos vuelto a ver a solas desde aquella noche. Él coge el tren una parada antes que la mía y, cuando me subo al tren, no le veo. Primero pienso que soy una imbécil y que él no se ha presentado, pero luego recuerdo que el tren tiene dos vagones separados y desde el interior no se puede pasar de uno a otro.

Primera parada: no me muevo. Segunda parada: dudo. Tercera parada: pienso que si a los dos se nos ocurre la misma idea a la vez, quizá nos cruzamos sin vernos. Cuarta parada: me bajo al andén y me cambio de vagón. Y allí lo encuentro, sentado junto a la ventana, en la dirección contraria al tren, con su gorro marrón y los pies colgando.

Cuando llegamos al pueblo, hace frío y el cielo está de color blanco, como cuando va a nevar. Caminamos mucho y, aunque él se muestre tímido, también hablamos mucho. Llegamos hasta un castillo y allí me da la mano. Se me hace raro, me río de él porque me parece moñas, pero no se la quiero soltar, me gusta su piel. Le hace fotos a todo, lo admira todo. Dice que Europa le fascina, que tiene mucha historia.

A través de una cristalera, vemos las tumbas de unos nobles o reyes de la Edad Media. La hierba es de un verde intenso, un verde húmedo. Y, en ese momento, me para en mitad de la acera, me estira del brazo y me besa. Y ya no dejamos de besarnos nunca.

Vamos al centro a comer y yo elijo el sitio, un chino con un menú de 5 euros, donde la mesa está “pegachenta”, según él.

Se sorprende de que me parezca bien ese lugar para comer. Dice que soy muy relajada, que eso le gusta de mí. Está acostumbrado a chicas a las que hay que invitar a restaurantes caros. Me parece muy curioso, es algo que nunca me habría planteado.

Volvemos a salir al frío y me da la mano. Cuando entramos en una papelería, le suelto la mano.

-¿Por qué? –pregunta.

-No sé. En las tiendas no hay que darse la mano.

(Y esa es la dinámica de nuestra futura relación. Cada vez que entramos en un supermercado, automáticamente nos soltamos la mano riendo)

En el andén, mientras esperamos el tren de vuelta, nos besamos más. Contra una máquina expendedora. Hasta que un hombre, que quiere comprar algo, nos hace apartar, avergonzados. Me abraza fuerte. Y, cada vez que es invierno y me abraza, dice que apoya la cabeza en el pelo de la capucha de mi abrigo y se acuerda de ese invierno en Alemania, de mí y de nuestros besos en el andén.

Por la tarde, voy a clase y él, en la estación central, se encuentra a un amigo que le dice: Tú hueles a sexo.