Dice el profesor Óscar Manuel Romero que "en los últimos años ha habido una verdadera avalancha de hombres y mujeres que se dedican a dictar conferencias y a pronunciar discursos" y otros a facilitar procesos de aprendizaje, algunos se hacen llamar conferencistas, otros comunicadores, a otros identificamos como oradores y un número muy considerable se denominan facilitadores, pero he observado que un gran número de ellos no respeta al público asistente.
Ahora bien, sé que mi afirmación puede ser tomada a mal, por ello deseo explicarme:
Cuando asistimos a un conferencia lo que básicamente se espera es que el disertante domine técnicas básicas de retórica, entendida como el "arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover", para que los asistentes disfrutemos de sus intervenciones.En cambio, asistir a una conferencia se ha vuelto un constante dolor de cabeza, porque los disertantes, la gran mayoría, desconocen técnicas que permitan al público aprender, disfrutar y agradecer la asistencia a la actividad. Nos hemos quedado en títulos académicos o profesionales para justificar nuestra autoridad como orador o facilitador, obviando las necesidades del público.El hablar en público es una bendición de Dios, porque con el acto de hablarle al público "trasmitimos vida y expresamos buenos deseos a otras personas" para que ellas mejoren en bien, aprendiendo, meditando y reflexionando, ayudándoles en su bienestar y surge desde el agradecimiento que como artistas damos, porque sabemos que la vida viene de la Palabra, del Verbo, debido a esto al subir a un estrado o tarima a dirigirnos a un público debemos hacerlo con responsabilidad, poniendo todo el empeño y corazón, dominando nuestro ego, sabiendo que es un servicio el que estamos prestando.
En fin, "hablar en público no debe estar en manos de aficionados", sino de artistas de la palabra hablada.