Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

Publicado el 28 abril 2014 por 39escalones

Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual.

Sin embargo, la forma en que Philip rechaza la propuesta convence a Susan de que ambos hombres necesitan un escarmiento, y por tanto, alimenta con su actitud justo lo que cada uno de ellos rechaza (se muestra amable y cariñosa con Henry delante de Philip, mientras que a solas está dispuesta a no ceder a sus locas intenciones) con el fin de darles una lección de “pan y agua”. La ambigua relación a tres bandas que se genera combina el humor derivado de la particular situación (la interacción de los tres náufragos con su entorno, mezcla de screwball comedy clásica con gags próximos, por ejemplo, a Los picapiedra -como esa comunicación telefónica a través de grandes caracolas y de los racimos de conchas que hacen la función de timbre-), con los punzantes y agudos diálogos, siempre en doble sentido, que exponen de manera diáfana cuestiones relacionadas con la vida de pareja, especialmente en el dormitorio, así como la materia sexual propiamente dicha (a este respecto, la actitud “hambrienta” de Susan cuando aparece un cuarto personaje, inseparable de la imagen de depredadora sexual que la rumorología del mundo del cine levantó alrededor de la actriz), siempre con muchísimo ingenio y humor pero con un poso de seriedad que, aludiendo de nuevo a la cita que abre la película, plantea un tema que, necesariamente ligero y cómico pensando en la censura, afectaba directamente a la vida moderna del occidente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Las interpretaciones del terceto protagonista resultan magníficas; siendo más habitual en David Niven el registro cómico, resulta encantador descubrir la vena humorística de Stewart Granger, generalmente encasillado en el cine de aventuras, y en particular la de Ava Gardner, que pocas veces en la pantalla ha aparecido tan explícitamente divertida, sonriente y dispuesta al humor visual.

Los elementos que pesan en el platillo negativo de la balanza, tales como la ingenuidad, si no tontería, de ciertos chistes y situaciones, así como la precariedad de medios (salvo algunas tomas panorámicas, todo está filmado en decorados interiores, con el riesgo que produce esto en la percepción creíble del espectador, además de la dificultad que entraña para distanciar visualmente la película de la raíz teatral del argumento), no logran desvirtuar del todo las bazas de la comedia, que transita agradablemente y con valentía por arenas movedizas narrativas (claramente, más en la época que en la actualidad), deliberadamente presentadas con ligereza y banalidad, y proporciona un breve pero estimable entretenimiento inteligente del que pueden extraerse conclusiones mucho más serias y enriquecedoras. Una comedia deliciosa.