Hacia el fin del Che: esbozos desde La Higuera (II)

Por Avellanal

Permanezco sentado, resguardándome por unos minutos de la incesante fosforescencia solar, poniendo atención en repasar los diarios del Che y la lista de libros ocultos quién sabe dónde. Cuando descubro que él había leído la mencionada obra de Cortázar, los recuerdos de mi época colegial me asaltan de repente, puesto que en tercer año de la secundaria (tenía 15 años entonces), precisamente por medio de Todos los fuegos, el fuego, descubrí al escritor de la voz afrancesada, con la salvedad de que mi entrañable profesora de literatura nos sugirió (a mis compañeros y a mí) que nos salteáramos –sugerencia realizada, seguramente, a instancias de la dirección del colegio– el relato “Reunión”, que comienza con la siguiente cita: Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida. En ese momento, contemplando la piedra sobre la que un parapetado Guevara no tuvo más remedio que rendirse, jaqueado e indefenso, reflexiono sobre la absurdez, la imbecilidad que significa el acto de censura: siete años atrás me prohibieron leer un cuento que versaba sobre guerrilleros; hoy recuerdo aquella anécdota, en soledad, y esbozando una leve sonrisa, frente a la paradigmática quebrada del Churo. Pienso: ¡si me vieran mis profesoras!

Al tiempo que me convidan un cuñape (pancito redondo elaborado con harina de almidón y queso) y me preguntan sobre Maradona, algunos higuereños aprovechan para transmitirme cierto disconformismo con el gobierno de Evo Morales; si bien La Higuera pertenece al departamento de Santa Cruz, el más rico del país, y que por estos días se ha erigido, una vez más, en el baluarte de las demandas autonómicas (o secesionistas) del oriente boliviano, supondría un completo desatino considerar a estos humildes trabajadores, que viven de exiguas plantaciones de papas, como miembros de la oligarquía regional. Antes de arrimarme hasta la escuela pública, mis interlocutores me puntualizan que ellos se identifican con el Che porque él luchaba para terminar con las miserias que hoy, cuarenta años después, se manifiestan igual de incontrovertibles. Mencionan los abusos a los que constantemente son sometidos los mineros. Existen certezas, no muy difíciles de dilucidar: los modelos excluyentes han preponderado durante la mayor parte de la historia boliviana.

Al despuntar el alba las imágenes de la sierra afloran con nitidez, y el Che dispone que dos compañeros realicen una incursión de reconocimiento, con el fin de tantear los pasos a seguir. Guevara sabía a las claras que la geografía propia de la precordillera de los Andes lejos estaba de la benevolencia, para la consecución de sus objetivos estratégicos, que podía ofrecer la sierra Maestra. Las noticias que Pacho y Benigno traen un rato después no son auspiciosas: la quebrada donde están estancados es lo más parecido a un callejón sin salida que pudiera existir en medio de aquella espesura, y además habían divisado a un importante grupo de rangers a escasos kilómetros de allí. Sin ánimo de amedrentarse, y valiéndose de la información recolectada, Ernesto organiza con inaudita celeridad un plan de evasión y de defensa, asignando diversos flancos a sus hombres, y confeccionando un corredor de salida, con el propósito de romper el cerco, y escapar hacia arriba.

Comprobar las correspondencias impalpables entre un sitio imaginado y tal como se presenta en verdad, puede ser motivo de desconcierto, de una extrañeza difícil de experimentar. Cuando uno va caminando, incrédulo, por un lugar en el que nunca antes estuvo, y de todos modos busca particularidades que son producto de la imaginación, puede llegar, aunque sea por un segundo, a fantasear con la idea de haber construido ese pequeño rincón planetario en algún sueño, en los intersticios de la realidad. Algo así me sucede cuando, gracias a la indicación de un niño que porta una colorida gorra, llego a la pequeña escuela convertida en centro de primeros auxilios, o el único “edificio público” del poblado: han transcurrido muchas décadas desde que fueron tomadas aquellas perdurables fotografías, han pasado por ella miles de visitantes, y sin embargo la rústica construcción, pese a haber sido retocada con cemento, se me antoja igual que en 1967: minúscula, de barro y con techos de paja. Se percibe una atmósfera extraña ahí dentro, un inexplicable hálito; el tiempo parece haberse detenido en estos cuarenta metros cuadrados. No en vano John Berger afirmó que si el Che Guevara estuviera vivo, tendría ochenta años; hoy siempre tiene treinta y nueve.

Atrincherado, consciente de la irreversibilidad de los acontecimientos sucesivos, con sus pelos largos y desgreñados, la barba de varias semanas, una camiseta verde agujereada, y un no menos maltrecho pantalón color caqui, Ernesto se aferra a la angulosa roca que apuntaba hacia el sol del mediodía. Malherido y sin fuerzas, lucha hasta el final, cuando su arma es inutilizada, y casi una decena de fusiles le apuntan desde todos los ángulos imaginables: la soledad del guerrero derrotado. El combate se prolonga en otros puntos del páramo inhóspito y árido, al tiempo que algunos guerrilleros intentan huir campo traviesa, pero los rangers que conducen al prisionero, y los capitanes, subtenientes y coroneles que se harían eco de la novedad, de momento le prodigan nula importancia al desarrollo de aquellas vicisitudes, y se concentran con exclusividad en el “trofeo de guerra”. Dos soldados se relevan permanentemente para llevarlo y ayudarlo a escalar, pues la gravedad de su herida en la pierna izquierda tiende a aumentar. Lleva la cabeza gacha y las manos atadas con un cinturón delante de su torso. Con probabilidad, no posee la certeza de que no pasarán muchas horas hasta su inminente ejecución, pero la escena igualmente remite, sin escalas, al tormento que padeció Cristo en su camino hacia el Calvario, del mismo modo que la célebre foto que testimonia su muerte, alude a referencias pictóricas de la magnitud de “La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp”, de Rembrandt. Volviendo a los conceptos del escritor John Berger, éste afirmaba: en algunos casos extraños la tragedia de la muerte de un hombre completa y ejemplifica el sentido de toda su vida.

Salgo de la escuelita que ha cambiado barro por cemento y paja por tejas, y otra vez me encuentro ante ofrendas florales y miles de cartas en decenas de idiomas. Mis antiguos acompañantes se han ido ya; es plena hora de la siesta en La Higuera, y a excepción de unos niños que andan correteando tras una pelota, las calles sólo están habitadas por el continuo movimiento del polvo y algunos caballos flacos, desganados, que comen pasto de donde pueden. Esos chicos, tratándome de “señor”, me invitan a patear con ellos, y también me dicen que tendría que haber venido en octubre, cuando el pueblo se transforma en un “polo turístico” y siempre hay personas en las calles. Les contesto que no, mejor así, con poca gente. Termino de jugar con el sudor goteándome en roscas acaneladas por el cuello. Los saludos, y me voy. Vallegrande es la próxima parada.