ANTONIO PAMPLIEGA (Puerto Príncipe)
Míranos... ¿Crees que es digno vivir de esta forma? No tenemos nada. No nos queda nada; salvo morir aquí. Lo hemos perdido todo. ¿Dónde está la ayuda de los países occidentales? ¿Dónde está todo ese dinero que se ha donado? Somos haitianos y la resignación forma parte de nuestra cultura”, se lamenta amargamente Jesula mientras da de mamar a su pequeño y nos invita pasar a su modesta vivienda, un chamizo levantado con varios plásticos donde puede leerse Aecid (Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo) justo enfrente del malogrado palacio presidencial. El edificio más importante y más significativo de todo el país languidece mientras un par de banderas continúan ondeando en lo alto de las cúpulas que reposan sobre el suelo. Justo allí, donde late el corazón del país, la imagen de Haití se convierte en dantesca. Miles de personas se han ido instalando poco a poco en casas levantadas con maderos, sábanas o lonas de plástico, convirtiendo aquel lugar en un inmenso vecindario donde los haitianos han comenzado a entender que nadie va a ayudarlos y que ese pedacito de terreno cubierto de césped -en el mejor de los casos- se ha convertido en su nuevo hogar.
Champs de Mars (Campo de Marte, en francés), otrora uno de los puntos más emblemáticos de la ciudad, está inundado de gente que lo ha perdido absolutamente todo. “Nos empezamos a instalar aquí el mismo día del terremoto. Vivíamos en Pétion Ville y nuestra casa quedó derruida. Lo perdimos todo. Esto es lo único que nos queda”, afirma Jesula a Tiempo. “De aquí no nos moverá nadie. Ha venido gente del Gobierno diciéndonos que nos instalarán en campos de desplazados a las afueras de Puerto Príncipe... Pero, no. No queremos irnos. Queremos una casa. Sé que si nos vamos tendremos que vivir el resto de nuestra vida en un campo y no quiero esa vida para mis hijos”, sentencia la mujer, que no puede reprimir las lágrimas y se acaba derrumbando ante las quejas del resto de los vecinos que viven en las mismas condiciones. En total, unas 3.500 personas viven en estas condiciones sólo en Champs de Mars. El número se eleva a más de un millón y medio en todo el país.
Pero la voz de los haitianos choca frontalmente con la versión que ofrece Edmond Mulet, representante especial y jefe de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah): “Es muy triste decirlo; pero los haitianos viven mejor ahora que antes del terremoto. Ahora tienen agua, comida y baños públicos donde poder asearse. De todo eso carecían antes del 12 de enero. Naciones Unidas les ha provisto de elementos que antes no podían obtener debido a sus escasos recursos”, afirma a Tiempo. Pero sus palabras chocan frontalmente contra la realidad. Sólo se han construido 13.000 refugios temporales para 1.300.000 personas. Los campamentos carecen de luz eléctrica. Los más grandes tienen servicios higiénicos, pero son insuficientes debido a la cantidad de personas que acogen en su interior. El agua escasea. Los sistemas de alcantarillado son inoperantes y, en época de lluvias, vomitan toneladas de agua que se convierte en caldo de cultivo para el cólera.
El dinero no llega.
De los 11.000 millones de dólares (8.200 millones de euros) prometidos en la cumbre que se celebró en Nueva York
-más de la mitad estaban previstos para el año pasado- queda mucho por llegar. En vez de dinero, muchos países han optado por condonar la deuda externa que acumula Haití. Mientras, la Administración Obama ha asegurado que entregará el 10% de los 1.000 millones de dólares (750 millones de euros) prometidos para reconstruir el país. Pero el dinero sigue sin aparecer por ningún lado. Los programas de alimentos, único sustento de cientos de miles de personas, se terminaron el pasado mes de abril y nadie ha buscado un plan alternativo para abastecer a los más desfavorecidos.
Puerto Príncipe se asemeja bastante a una zona de conflicto. Casas derruidas o a medio derruir. Toneladas de escombros inundan las calles mientras varios operarios se afanan en retirarlos con unas endebles palas. A pesar de su titánico esfuerzo, un año después del terremoto sólo el 2% del total de los escombros que atestan las calles de la capital han sido retirados. El resto sigue esparcido por el suelo esperando pacientemente a una ayuda internacional que no llega. Sólo retirar los escombros costará 1.200 millones de dólares (900 millones de euros). “Haití necesita salir de la crisis gubernamental en la que está inmersa. Los países occidentales son los primeros que han apostado por las elecciones presidenciales, porque quieren dar el dinero a una cabeza visible para que lo gestione de la mejor manera. Mientras no haya un presidente, no habrá ni un solo euro a repartir entre los más necesitados”, afirma Mulet.
Haití es el país más pobre de todo el hemisferio occidental -con una renta per cápita de 772 dólares (576 euros) por habitante- y el octavo más pobre del planeta. El 80% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.
El seísmo engulló hospitales, colegios, comisarías de policía, bancos, iglesias, cárceles e incluso edificios oficiales. Un año después del devastador terremoto muchas infraestructuras siguen inoperativas. La situación no ha mejorado un ápice. La falta de cooperación entre el Gobierno de René Prèval, Naciones Unidas y las ONG deja patente el vacío político en el que está instalado el país caribeño, que deja desamparados a más de 1.300.000 damnificados por el seísmo. Unos damnificados que ahora, un año después, tienen que hacer frente a una epidemia de cólera que se ha cobrado ya cerca de 3.000 muertos en todo el país.
“Haití es la república de las ONG. Hay 10.000 desplegadas por todo el territorio... Pero sólo unas 500 informan de sus actividades. De las demás no sabemos a qué se dedican”, se defiende Edmond Mulet.
La noche comienza a cubrir el cielo de Puerto Príncipe cual manta estrellada. Pequeñas lucecitas tintinean a ambos lados de la carretera. Las velas de los puestecillos de las vendedoras ambulantes lloran lágrimas de cera mientras se van consumiendo poco a poco. Los haitianos deberán pasar otra noche en penumbra a la espera de que el sol les brinde un pequeño halo de luz en sus oscuras vidas.
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