Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano de 1816. Los pozos alemanes se congelaron en mayo, y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo; fue la mayor erupción jamás registrada y, directa e indirectamente, cambió muchas vidas de manera irrevocable. Efectivamente, el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo que esparció a la atmósfera las erupciones del volcán de la isla de Sumbawa, en Indonesia, producidas entre el 5 y el 15 de abril de 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente. La luz solar sería atenuada peligrosamente, y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte como hacía muchos milenios atrás hubiera entonces hecho.
Pero, las consecuencias no sólo fueron climáticas entonces. Unos seres, alumbrados ya por la pasión de una época, escindida ésta además entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano a Suiza, muy cerca de los Alpes. Y tuvieron que refugiarse, aquellos días, al calor de unos hogares acogedores pero aislados, y en donde se vieron obligados a permanecer. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, ahora encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo refugiado en componer cada uno una historia que contar.
Bajo esos momentos de sorpresa y temor, la apuesta de los cuatro se dejaría llevar por el terror y el miedo. Los relatos deberían procurar sentir las emociones de un mundo sobrehumano, imposibles de entender tan sólo con los elementos racionales de la sociedad. Todos escribieron su historia. Pero de aquella experiencia, sólo una joven desconocida, Mary Schelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo, el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos, Manfred, que, aunque no llegaría a conseguir tanta popularidad, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante tendencia.
Cuenta el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que, cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos para nuestro gusto, sino como fuerzas, como causa de cambios en la sociedad, en los juicios de valor o en la actitud intelectual, encontramos ya que necesitamos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces, muchos hombres no sean ya tan importantes como hayan parecido, y otros sin embargo serlo mucho más. Entre los hombres cuya importancia es mayor de lo que parecía, Lord Byron merece un alto lugar.
A pesar de una infancia desafortunada, acomplejado por una secuela física innata en su pie derecho, también por la separación de sus padres y la crueldad de una madre exigente, pudo sin embargo vivir luego como quiso gracias a la herencia de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios, a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no volver jamás. Su pensamiento, su lúcida idea de la vida expresada en toda su obra literaria, compitió ya con los más grandes pensadores de su siglo. Fue, junto a Napoleón y Goethe, uno de los mayores personajes de su tiempo.
Nietzsche, el filósofo alemán, apreciaría al poeta. En uno de sus escritos dice: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y de consuelo, de donde surge, también, el peligro de que el hombre pueda morir desangrado por la verdad que reconoce. Y es así, muchos años antes, cuando Byron escribió ya en su drama Manfred los versos siguientes: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deben deplorar más la fatal verdad; el árbol de la Ciencia no es el árbol de la Vida.
Y en estos versos de su drama poético, Byron retrataría a su héroe meditabundo, a su héroe fallido, a su héroe desconcertado, a su héroe resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred elegiría la personalidad de un admirado fausto, esta vez atormentado sin embargo más por el pasado y la culpa, que por el futuro y la dicha. Ahora describirá el poeta, en esos versos, toda la sensibilidad metafísica inspirada ya en aquellos días, y que, agotados por la sombra de una eterna oscura noche, sosegará años después -quizás- la sentida existencia de su vida.
La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?
El olvido.
(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe un atardecer inspirado en aquel año sin verano, cuando la luz solar fue matizada por una nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)