Rama: romántica, fantástica, mitológica
Edición: Hidra, 2010
Valoración: 3,5 sobre 5
Una vez más, los humanos se enfrentan a un apocalíptico final, cortesía de las hordas demoníacas del Infierno, que trepan ya hacia la superficie. La encargada de proteger a la humanidad se llama Séfora, un ángel menor de tez negra, cuerpo de infarto pese a ser centenario, alas espléndidas, y amiga de los cigarrillos y la buena cerveza. Su misión, dar con los tres humanos de las profecías, aquellos que salvarán al universo del Mal; el problema, que el trío es adolescente y de lo más atípico: una lolita algo chula y con un elevado coeficiente intelectual, un emo que se pega la vida sufriendo y un machito mujeriego que trabaja como especialista en películas de acción. Los cuatro y Nínive, otro ser celestial, se enfrentarán a demonios y el caos en el mismísimo Cielo.
Se cuenta que el número tres es el triángulo de la perfección, el continuo y el equilibrio; una metáfora de lo que significa el grupo humano protagonista de Heraldos de la luz, imperfecto por separado, pero invencible y armonioso en su conjunto: Tanya, una chica insegura que necesita reafirmarse y se rebela ante las convenciones del mundo vistiendo de lolita; Erik, el guapete de turno que se lleva a todas de calle, el de la fuerza bruta, y el de hacer y pensar después; y Mauro, un tipo triste, muy niño todavía, de alma cansada y gritos silenciosos por un mundo repleto de dolor que se le echa encima. Los tres, personajes a veces complejos, a veces demasiado típicos, serán los encargados de manejar la historia a sus anchas. En sus aventuras y desventuras les acompañan Nínive y Séfora: la primera, sabia y bondadosa, profunda como criatura y querida como personaje; y la segunda, ese hermoso ángel de la guarda, toda una creación de armas tomar que acapara la atención del lector desde el primer instante en el que aparece, allá por la primera página del libro, cuando cae a la Tierra desorientada y tiene que poner los pies en polvorosa porque ni siquiera entonces los malos malísimos de la historia le dan tregua. Estas últimas palabras dejan entrever lo que han sentido muchos lectores de Heraldos de la luz: Séfora es poderosa, valiente, torpe, a veces bocazas y vulgar; y también perfecta. Mi personaje favorito, sin duda; al que después le sigue Mauro. Sí, él, el chico doliente que a veces se merecería un sopapo bien dado. Víctor Conde lo construye de tal manera y le permite evolucionar con tanta suavidad que es imposible no empatizar con él y llegar a cogerle cariño. Los más duros de roer, en cambio, han sido los otros dos, bañados en estereotipos y puestos luego a jugar a eso de “me gustas y por eso te hablo mal, aunque no venga a cuento”. Realmente tedioso.
Si hubiera que destacar un solo detalle de la novela, elegiría el ritmo: los personajes tienen sus más y sus menos, pero el ritmo es una ola poderosa que va y viene con total coherencia. Resulta arrollador, incansable e imbatible, y posee la habilidad de llevar al lector a su terreno y dejarle respirar sólo cuando ha terminado de contar lo que pretendía. Otros pilares fundamentales del libro han sido su grafismo extremo, cómo el autor logra plasmar todo en imágenes, como si de una película mental se tratase; su trabajada mitología; y el lenguaje, exprimido y bien manejado.