Homenaje al clasicismo hispano más realista y filosófico: La muerte de Séneca.

Por Artepoesia

Cuando, en la misma época, naciera Jesucristo en la provincia romana de Judea, nacería en la Córdoba romana, en la provincia romana de la Bética hispana, el sabio, político y filósofo Lucio Anneo Séneca. Prácticamente, el mismo año ambos personajes vieron la luz al amparo del inmenso y extraordinario imperio romano. Uno al este del mismo, otro al oeste. Sin embargo, no sería esa la única coincidencia. La sociedad, no sólo la romana sino toda la existente por entonces, era absolutamente injusta, insensible, desaprensiva con los semejantes en todos los órdenes, llena de prejuicios funestos y absolutamente irracional en las motivaciones y acciones de los humanos con el mundo. En un lugar, la Judea romana, las leyes teocráticas del pueblo elegido condicionaron una moral que perfilaría luego una espiritualidad monoteística de salvación, una especie de caldo de cultivo que propiciaría la semblanza mesiánica de un personaje, Jesús, que transformaría unas leyes religioso-pragmáticas de un pueblo -el judío- en una realidad personal e individual no vistas hasta entonces. En el otro, en la Roma imperial, Séneca contribuiría como nadie a profesar un espíritu estoico que, por primera vez, formulase propuestas concretas para disponer de una vida mejor, más justa, más igualitaria y más feliz. 
Hasta ambos murieron por denunciar las injusticias, uno crucificado y el otro suicidado antes de que los ejecutores imperiales lo sacrificaran, si no lo hiciera él, en el cadalso imperial más ignominoso del infame Nerón. Pero, sin embargo, aquellas serían las únicas coincidencias. Séneca, a diferencia de Jesús, fue un aristócrata romano, un afortunado romano que habría llegado a lo inmediatamente antes de lo más alto en el imperio -senador de Roma-, y que habría tenido una vida poco elogiosa incluso en algunos de sus momentos de esplendor político. Pero esas contradicciones personales no desmejorarían su figura histórica como pensador, escritor y filósofo. El estoicismo había sido creado por los griegos doscientos años antes, pero con Séneca esa escuela filosófica de rigor personal y austeridad social llegaría a su mayor expresión. Tuvo con él un pensamiento práctico, realista, llevado a la vida y a los ejemplos concretos de una sociedad, la romana de entonces, la más avanzada por otro lado de las sociedades que el ser humano llegase a conseguir antes del Renacimiento. Pero su mensaje, como toda su filosofía, no prosperaría más allá de una literatura latina resguardada entre los legajos perdidos de un imperio fenecido. Fue el Renacimiento el que elogiaría y reivindicaría su figura. Para entonces -el siglo XVI- Jesús, sin embargo, llevaba ya algo más de mil años manteniendo la suya. 
Cuando en 1864 el pintor español Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906) llegase a Roma para su formación en la Academia de España en Roma, ya habría sido educado antes en Arte por el grandioso Federico de Madrazo, el pintor más clasicista del universo romántico español, el más insigne maestro. Pero los jóvenes pintores españoles de la segunda mitad del siglo XIX querían algo más que la perfecta sintonía academicista de sus maestros. Al sentido grandioso y romántico, al gesto heroico y elogioso, digno y poderoso del sentido más histórico, ellos querían además incorporar otra cosa más: llevar el realismo más sobrecogedor, el verismo propio de la época, ese ambiente que reflejase la verdad de las cosas, su mayor aproximación a la realidad de lo que las cosas son, o fueron. Por ello, cuando Manuel Domínguez pinta su enorme obra Muerte de Séneca, recibiría el pintor madrileño el primer premio Nacional de Bellas Artes del año 1871. En su obra de Arte, Domínguez compone una maravillosa escena sobria pero elegante. El equilibrio de la obra se consigue aquí por la fortaleza de la figura del gran pensador que, con su torso, su brazo izquierdo y su cabeza prosternada hacia atrás reequilibrará sobradamente, junto con el solo personaje más aislado de la derecha, el grueso de los otros personajes situados a la izquierda. Bastará su efigie ahora, entregada, caída aquí en defensa de los valores y principios que, como ejemplo para todos, sus seguidores -los que aparecen en el lienzo- se encargarían luego de hacer dar a conocer a la posteridad. 
Fue un homenaje por entonces -1871- a su gran figura y a su origen hispano. Y el pintor español solo se permitirá torcer un poco el verismo aséptico de la obra -todo en ella es riguroso, como el pensamiento de Séneca- con la melodramática inclinación sedente del personaje más entregado a su dolor. Esa misma actitud doliente que le permite aquí al pintor establecer el genio clásico de su talento creador: los dos brazos, el mortecino de Séneca y el afligido del personaje sollozante -ambos el mismo brazo izquierdo y ambos desplegados claramente- configurarán el leiv-motiv aquí de la fuerza estética más desgarradora. Es el paralelogramo estético aquí formado por las líneas paralelas del brazo de Séneca con el cuerpo sedente de su discípulo afligido por un lado, y el brazo de éste con el cuerpo del difunto elogiado por otro. Todo esto muy necesario para reforzar el clasicismo de la obra, también. Porque el Romanticismo de su maestro Madrazo está también en su obra: la muerte del personaje está aquí llena de frenesí elegíaco, de drama sobrevenido por el extraordinario plano de su cabeza alejada de la vida como de la cuba del baño, que, segundos antes, acogía el cuerpo decidido a morir del afamado filósofo. Y, luego, el Realismo feroz de aquellos años setenta del siglo XIX. Así es como debió morir el gran pensador romano, luego de que se cortara las venas que aquí no se ven, sin embargo, ya que, realmente, no murió desangrado así, sino de los gases inhalados de una pira tóxica. 
Grandeza artística hispana que, sin embargo, no prosperaría. Para finales del siglo XIX, es decir, veinte años después de crear su obra Domínguez, el Arte español no vanagloriaría las obras heroicas y realistas, académicas y moralistas. No, para esos momentos históricos el gusto de la época no perseguiría hechos tan alejados, o personajes tan distantes a lo que el mundo por entonces deseaba mejor halagar. O mejor entender, o mejor comprender, o mejor perseguir... De hecho, la gran figura artística del pintor Manuel Domínguez Sánchez no pasó de aquel premio del año 1871. ¿Quién conocerá a este pintor extraordinario? Posiblemente, qué mejor metáfora -su obra y su Arte- para entender una realidad de las cosas de este mundo ingrato: tanto la vida -como su filosofía- de Séneca antes del Renacimiento, pero sobre todo hasta el siglo XIX, no sería tan elogiada ni tan conocida. Así también como la de aquel joven pintor español pensionado en Roma, que, una vez, pensó que sería un grandioso y muy justo homenaje al Arte como a la vida, como al mundo y a la sociedad, eternizar en un lienzo la maravillosa, por sobria y elegante, muerte del más extraordinario pensador y humanista romano de todos los tiempos.
(Óleo sobre lienzo Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro (Muerte de Séneca),  1871, del pintor español Manuel Domínguez Sánchez, Museo Nacional del Prado, Madrid.)