Siempre me he enfadado cuando fuera de Asturias se referían a los hórreos como “esas casas con patas” porque los hórreos no son eso y son mucho más que su definición.
Los hórreos son uno de los decorados de Asturias, de mi vida y especialmente de mi infancia y adolescencia.
Varias de las cicatrices de mis rodillas llevan la marca de las escaleras de algún hórreo, muchos nos han resguardado de la lluvia bajo ellos mientras cantábamos canciones de Alejandro Sanz como locas enamoradas, su madera guarda nuestros mayores secretos y frente a ellos me creía Michael Jordan en algún momento tirando triples en ese viejo aro enganchado que era la mejor canasta del mundo.
Las tardes sentadas en su banco eran mucho más divertidas y a los primeros besos le aportaba ese toque romántico que no tienen los besos esquivos, furtivos y mal dados que se dan a los 14 años.
Es ver un hórreo y sonreír, querer subir y bajar una y otra vez por las escaleras recordando aquellos días en los que las piernas no te llegaban y subir era toda una aventura, ese volver a saltar para caer sobre una piedra y salir llorando, es volver a dibujar corazones de tiza y poner tu nombre en los maderos.
Es ver un hórreo y sonreír. Por eso, al rebuscar en el trastero entre aquellos libros que fueron parte de mi adolescencia no pude evitar sonreír al leer la contraportada de “Un árbol, un adiós” de Marina Mayoral.
“Tú eres para mí mucho más que un recuerdo. Tú fuiste la otra alternativa de mi vida y eres un término de comparación constante… Para mí siguen vivos todos aquellos años, y nunca olvidaré aquella última tarde en el hórreo…”
Y es que no hay verano en el norte, sin tardes en el hórreo.