Hubo una vez un rey, en la lejana ciudad de Uruk.
Un rey fuerte, valiente, poderoso, que no conocía la medida en sus hazañas ni en sus apetitos. Se llamaba Gilgamesh.
Es el protagonista de la epopeya más antigua que nos ha llegado, escrita en la antigua Mesopotamia, pasada por mil copias, por mil versiones, transcrita y traducida en tablillas cuneiformes del sumerio al acadio, a los dialectos babilonios y asirios hasta alcanzar la gran Biblioteca de Nínive. Durante dos quinientos mil años allí permaneció enterrada hasta que en el s. XIX Henry Layard excavó las ruinas de Nínive y mandó al Museo Británico la copia más completa que conservamos, que está irremediablemente dañada por partes y que hay que ir completando con textos parciales que han ido apareciendo en otras excavaciones. Afortunadamente se trató de una epopeya extremadamente popular y todavía hoy aparecen de vez en cuando fragmentos nuevos que ayudan a completar la historia.
Lo realmente extraordinario sobre Gilgamesh y su epopeya no es la recuperación y reensamblaje del texto, o su traducción del asirio, que darían para excelentes novelas. No, lo apasionante de Gilgamesh es el personaje en sí mismo y las vivencias que narra el poema.
Una de las cosas que más me maravillan en esta vida es ver que los seres humanos no cambian. Las sociedades pueden ser diferentes, la religión, el modelo de familia, el sistema económico, la forma de pensar, pero los grandes problemas son siempre los mismos: el amor, la lealtad, el odio, los celos, la ira, la muerte, el dolor, el miedo. Y Gilgamesh se convierte en un personaje muy cercano precisamente porque siente igual que nosotros. Es un personaje desmesurado en sus emociones, pero sus emociones son las mismas que las nuestras. Y por eso su viaje vital se convierte en el nuestro.
A Gilgamesh le falta un freno, y por eso los dioses le mandan uno, en forma de un hombre salvaje, Enkidu, criado en la espesura, que no conoce la sociedad humana, la civilización, el lenguaje. Gilgamesh le vence, a duras penas, pero en vez de matarlo lo captura, lo civiliza y lo convierte en su amigo. Se vuelven inseparables, compañeros de armas, compañeros de aventuras, y juntos emprenden tales hazañas que los propios dioses quedan espantados. Mandan una enfermedad que consume a Enkidu de fiebres. Gilgamesh no se aparta ni un instante de su amigo. "Majestad, Enkidu ha muerto, debemos organizar los ritos funerarios". Gilgamesh se revuelve, se niega, cierra la puerta a los médicos y a los cortesanos. Nueve días permanece encerrado junto al cuerpo de Enkidu, persuadido de que su amigo sólo duerme, en algún momento despertará y todo volverá a ser como siempre. Sólo cuando ve salir un gusano de la nariz de Enkidu se resigna a que su amigo está muerto de verdad.
La muerte de Enkidu desata una crisis profunda en Gilgamesh (igual que la visión de la enfermedad, la vejez y la muerte lo harán en el príncipe Gautama dos mil años más tarde...). ¿Cómo ha podido morir Enkidu, que era tan joven, tan fuerte, tan semejante a Gilgamesh? ¿Cómo ha podido morir de una malhadada enfermedad, y ni siquiera combatiendo? ¿Quiere eso decir que esto puede pasarle a cualquiera? ¿Podría pasarle al propio Gilgamesh? ¡Horror! Gilgamesh, ya conmocionado por haber perdido a su amigo, se ve confrontado a la idea de su propia mortalidad. No quiere morir. ¿Por qué debería morir? ¿Qué justicia hay en la muerte? ¿Qué absurdo sentido tiene? De hecho, nadie debería morir. Tiene que poderse hacer algo para evitar esto. La muerte no puede ser el resultado inevitable de la vida.
Gilgamesh, hombre de acción, no piensa quedarse quieto esperando a que la muerte venga a por él. Hombre ejecutivo, busca soluciones. Febrilmente, busca en su memoria ideas para combatir la muerte, precedentes de gente que haya devenido inmortal. Y de repente se le ilumina la vista: ha recordado el caso, antiguo, legendario, de cuento de viejas, pero célebre, de Ut Napishtim (el equivalente babilónico de Noé) que tras sobrevivir al diluvio que debía aniquilar a la especie humana, construyendo a tiempo su arca y metiendo dentro a los animales, fue recompensado, junto con su mujer, a vivir eternamente en una isla al borde del océano del fin del mundo.
Dicho y hecho. Gilgamesh deja su corona, deja su ciudad y parte, solo, a pie, de camino al fin del mundo, a comprobar la veracidad de este cuento de viejas. Es una locura, pero su pueblo lo acepta, como acepta todo lo que hace su rey. Tal vez creen que huye de la pena y del dolor, y que sólo necesita un tiempo para recuperarse de la pérdida de Enkidu. Los que le conocen mejor tal vez lo interpreten como una huida hacia adelante, o una forma de penitencia. Quién sabe si no se trata de todas esas cosas a la vez.
Gilgamesh anda, y anda, y sigue andando: llanuras, montañas, estepas, hasta llegar al océano que rodea al mundo. Está agotado. No tiene ni idea de dónde está la isla. Afortunadamente se topa con un barquero misterioso que le lleva hasta allí. Y allí es recibido con perfecta cortesía por Ut Napishtim y por su mujer, que le ofrecen comida y hospitalidad. "¿Quieres la inmortalidad? Bueno, nosotros somos mal ejemplo, porque nos la regalaron los dioses sin siquiera pedirla (y aquí Ut Napishtim cuenta la historia del Diluvio para explicar las circunstancias, cosa que causó sensación cuando se tradujo por primera vez en la Inglaterra victoriana, pues por primera vez fuentes externas corroboraban un relato bíblico), pero deberías probar a mantenerte despierto una semana, a ver qué pasa". Por supuesto, Gilgamesh está tan exhausto del viaje que cae dormido no bien le dejan en su aposento, y duerme una semana seguida. Queda patente que quien no puede vencer ni al Sueño jamás podrá vencer a la Muerte.
Para consolar su decepción, Ut Napishtim habla a Gilgamesh de una planta que crece al fondo del mar y que, ingerida, le devolverá la juventud. Gilgamesh se sumerge en el agua y consigue la planta, pero en vez de tomarla enseguida decide llevarla a Uruk y probarla en un anciano primero antes de tomarla él mismo. Animado, emprende el viaje de vuelta. Por desgracia, cuando ya está cerca de Uruk decide darse un baño en una alberca y deja sus ropas junto a una piedra mientras se baña. Una serpiente que pasa se come la planta e inmediatamente muda la piel, dejando su piel vieja como testigo de lo sucedido. Gilgamesh, al darse cuenta de la pérdida, llora amargamente, pero es demasiado tarde para volver al océano.
La Uruk que recibe a Gilgamesh sigue igual, pero cuando el pueblo de Uruk recibe de vuelta a su rey, encuentran a un hombre cambiado: un hombre más humano, más maduro, más triste, tal vez, pero más sereno, resignado a lo inevitable del destino que espera a todos los humanos. Un hombre que ha crecido a lo largo de su viaje personal, y que empezó siendo un león sin freno en mitad de la civilización, y que sin embargo en la soledad de la espesura ha descubierto su humanidad. Un hombre que descubre que la posibilidad de la pérdida va intrínseca en el acercamiento a los demás, y que sin embargo también ha vivido la etapa más feliz de su vida en esa amistad. Un hombre que ha aprendido el valor de la vida al descubrir la existencia de la muerte.
Inés Chamarro Storms