El domingo estuvimos mi suegra, mi hija y yo recogiendo espárragos y otras verduras silvestres tales como las cerrajas (Sanchus oleraceus L.) o las collejas (Silene vulgaris). Al volver a casa con la cesta llena de tal deliciosos alimentos y las manos también llenas pero de arañazos y alguna que otra espina clavada, me he acordado de mi amigo Gregorio.
Gregorio murió hace dos semanas con ochenta y dos años. Justo un mes después que su mujer, como les pasa a esas parejas que viven como una sola persona, murió ante la tristeza de sentirse solo en este mundo. No dejaron descendencia.
Con Gregorio y su mujer nos reuníamos muchas veces en la huerta que tenían a un kilómetro del pueblo. Ellos iban cada mañana y cada tarde allí, paseaban por los alrededores para notar los cambios que se producían en la naturaleza, para hacer los trabajos necesarios en la huerta o simplemente, para sentarse a charlar. En más de una ocasión nos cogió la lluvia regresando camino a casa. En más de una ocasión tuvimos que resguardarnos en cualquier sitio que ofreciera cubierta porque era casi imposible continuar hasta que amainase un poco.
De ellos aprendí muchas cosas, a fuerza de insistir y sobre todo por pesada. Algunos conocimientos me los dijeron sólo después de más de cinco años de amistad. Otros muchos, posiblemente la mayoría, se los llevaron a la tumba.
-Gregorio, ¿esta hierba se puede comer?- preguntaba yo.
-¡Bah! Pues si te gusta… ¡cómetela!- solía ser su respuesta.
Después de preguntar lo mismo de diferentes maneras a lo largo de un mes, con suerte su respuesta cambiaba a “si no hubiese comida en las tiendas yo no me moriría de hambre, no. Tu sí.”
-Por eso quiero que me lo digas, Gregorio.- Y quizá en esas él y su mujer intercambiaban una mirada cómplice.
-¿Te gustan las habas?
-Sí, a nosotras las verduras nos gustan todas.
Y entonces su mujer, María, solía decir: “Anda, Gregorio, cógele unas habas y trae también alguna lechuga”. Él se marchaba a coger las habas, llenaba una bolsa, metía una lechuga o lo que fuese que hubiera en aquel momento y la primera degustación solía ser a pie de huerta, en muchas ocasiones con tierra incluida.
-Voy a lavar la verdura en el agua.- Dije en una ocasión.
-En aquella no, que esa no es buena. Detrás de esos arbustos nace un hilo de agua que se puede beber directamente. Ve allí. (Lo que separaba las dos corrientes de agua eran apenas una veintena de metros).
-¿Y ésta por qué no?- Pregunté yo.
-Esa te daría cagaleras. Tú verás.- Fue su respuesta escueta, como siempre.
Quizá antes de que terminase la temporada, mientras volvíamos a casa andando, como en un arranque de inspiración me diría:
-Esa de ahí la puedes comer. Las hojas. El resto de la planta no sirve.
Yo me apresuraba a cogerla. -”¿Y dónde la encuentro?”.
-La encuentras en el campo. Mirando. Que para eso están los ojos.
En otra ocasión fuimos al monte a coger setas en su compañía, a un lugar que él conocía. Desde la casa de campo abandonada y solitaria subimos con el coche, que había aportado un hombre del grupo, unos cuantos kilómetros cuesta arriba por un camino lleno de curvas sin asfaltar que transcurría en medio de una frondosa arboleda. Después de llenar más de la mitad de la cesta con las setas que Gregorio encontró, ya que el resto del grupo sólo sumábamos tres setas encontradas, nos dijo:
-¡Bah! No hemos encontrado nada. Subid al coche y bajad hasta la casa que hemos visto. Esperadme allí.
Al ver nuestra cara a mitad de camino entre la sorpresa y la dudas, nos dijo:
-Haced lo que os digo. No quiero que nadie me acompañe. Me estorbaríais.
Uno del grupo trabajaba como forestal, estaba acostumbrado a andar por el campo y se ofreció a ir con él.
-No, no. Me estorbaríais. Sois muy lentos. Sois como niños andando por el monte.
Nos quedamos mirándonos confusos sin saber qué hacer mientras lo veíamos desaparecer pendiente abajo, entre el espeso bosque, saltando matojos y hierbas como si fuera un chaval de veinte años, y eso que rondaba los ochenta. Así que nos montamos en el coche de nuestro amigo y lo esperamos en el sitio acordado. Apareció a los quince minutos, con cara de satisfacción y una bolsa de setas.
-¡Vámonos!- nos dijo, mientras le mirábamos estupefactos.
Más adelante conseguí un buen libro que trataba de trabajos artesanos, el trabajo con esparto, mimbre, el secado de frutas, etc… y fui a su casa a regalárselo. Me miró raro, me dió las gracias sin coger el libro y se marchó. Su mujer, a la vez, me dió las gracias y me explicó que su marido no sabía leer. “Yo se lo leeré. Sé que le gustará.”
Hoy, recordándolos, me vino a la memoria las conversaciones que teníamos sobre la alimentación en la postguerra, aunque eso daría para otro post. Quizá algún día Antonio me ceda de nuevo este espacio con tanta generosidad como es habitual en él.
José, sin embargo, aún vive. Tiene setenta y cinco años y está acostumbrado a recorrer todos los días, con sol, lluvia, viento o frío, los cinco kilómetros que lo separan del pueblo cercano y de las huertas donde cultiva de modo biológico frutales y verduras. Es habitual que recorra entre quince y veinte km. cargado con pesadas cargas que lleva con un saco de tela a la espalda. Recuerdo un día de tantos que se detuvo frente a nuestra casa para regalarnos melocotones y manzanas. Llovía bastante, aunque él lo soportaba con naturalidad. Habíamos preparado un chocolate caliente, del que se llevó una taza humeante para su casa. José vive con lo indispensable y es respetuoso y educado con todo el mundo, a pesar que en el pueblo lo tienen bastante marginado porque todo lo hace a mano. No utiliza tractor ni otras herramientas a motor. Va andando a todas partes. Recoger la oliva es lo que más le desgasta ya que realiza todos los viajes desde el campo hasta la almazara cargado con su saco a la espalda. Y hace muchos viajes a lo largo del día desde que amanece hasta que se pone el sol.
Un día me lo crucé cuando se marchaba a ayudar a unos vecinos suyos.-”Se hacen mayores, y ellos solos ya no pueden”,- me dijo.
Manuel tiene noventa y dos años y acostumbra caminar unos cinco kilómetros cada día. Muchas veces hemos paseado juntos. Toda su vida vivió en el campo. Hace cincuenta años que es viudo.
Manuel lo mira todo y lo calla todo. Cuando habla, vale la pena escucharle. Siempre tiene algo bueno que decir. Con su mirada inteligente no pierde detalle de lo que ocurre a su alrededor. No me habla de las plantas pero en cada tema que tratamos deja traslucir sus sentimientos hacia lo que ve y lo que vive. Respeta la naturaleza, respeta la vida y se respeta a sí mismo. Por eso se cuida,- me dice-. Siente ganas de vivir y no quiere darle ese disgusto a su hija, al menos mientras pueda.
-Por aquí pasaba una fuente de agua muy buena para beber. Este año ha brotado porque llovió mucho, pero es la primera vez que la veo en cuarenta años,- me dijo emocionado mientras miraba el agua como quien mira un hijo perdido.
Pepe es el único pastor que queda en el pueblo. Tiene sesenta y tres años y pastorea cabras y ovejas juntas, según él, porque a las cabras no les importa amamantar a los chotos de otras si hace falta.
A lo largo de los años me lo he encontrado muchas veces por el campo y siempre nos paramos a charlar un rato. Con él hablamos muchas veces de partos, amamantamientos y otros temas del campo y de la vida. Ese día estaba muy enfadado porque alguien había tirado pesticidas en el agua de la acequia para ahorrarse tener que echarle a todo sus campos. Pepe estaba fuera de sí porque había discutido con la gente del pueblo y no había conseguido hacerles entrar en razón.
-¡Si envenenan el agua, todo lo que el agua toque también se llenará de veneno! ¡Y no lo comprenden! Simplemente se han burlado de mí, dice apenado.
Se han burlado de él porque Pepe también es uno de los marginados de este pueblo que sólo tiene ojos para la capital y donde todos desean parecerse a la gente de ciudad. No valoran lo que tienen, no valoran lo que saben ni lo que son, no valoran las riquezas de la naturaleza que les rodea.
Si en algún momento el sistema colapsa, no creo que las gentes de las ciudades lleguen muy lejos en su huida al campo. El agua será el punto de inflexión, el límite que impida que la gente llegue lejos. Acostumbrados a ser trasportados por máquinas, serán muy pocos los que puedan recorrer muchos kilómetros sabiendo donde es adecuado beber y cargando con el agua imprescindible hasta la siguiente parada.
Hay muchas personas que aún tienen conocimientos ancestrales que pueden trasmitir al que tenga paciencia para escuchar, pero cada día mueren muchas de esas enciclopedias andantes sin que nuestra sociedad les dé el lugar y el valor que merecen.
Aún queda tiempo. Aprovechémoslo.
Natalia