Diseñada por Edwin Lutyens, el célebre arquitecto británico, y finalizada en 1931, tras diez años de obras, hoy en día es probable que pocos recuerden el motivo por el cual fue construida la Puerta de la India. Actualmente es un decorado, una mole de trasfondo para la instantánea obligada que certifica el paso por Nueva Delhi. Es el Arco del Triunfo o la Puerta de Brandeburgo vernácula. La falta de pericia histórica no le impedirá, en cambio, al turista que deambule en medio del inmenso parque del pueblo milenario, notar cómo cada tarde un aluvión de jóvenes en pleno desborde hormonal toma posesión del predio sin pedir permiso a nadie. Producidos según la tendencia cool que dictamina Bollywood –camisas de puños anchos, cuellos voladores y preferentemente coloridas; el pelo pegoteado a lo John Travolta en Grease–, muchos varones andan desperdigados en grupúsculos por la geografía verde, tomados de las manos, sin escrúpulos pero también sin dejos de homoerotismo. “El coito carnal contra el orden de la naturaleza” era penado, hasta hace pocos meses, con penas de prisión que iban desde los diez años hasta la perpetuidad. La Corte Suprema de Nueva Delhi, tras reiterados reclamos, cometió la osadía de declarar inconstitucional el artículo 377 del Código Penal (es sabido que en la India casi 900 millones de personas son hinduistas). Sin embargo, hay movimientos anómalos en los alrededores de la Puerta de la India, cierto clima de lubricidad que cualquier entendido captaría al vuelo. Los chicos prostitutos se apiñan en torno a las altísimas farolas; algunos se palpan entre las piernas, otros juguetean con la cremallera de sus altivos blue-jeans. Bajan y suben, persiguen con estudiada discreción, acosan desde la otra costa. Con distancia y respeto. Son nada más que las cuatro o cinco de la tarde y fantasean con pasar la noche en un hotel para turistas. En unas horas, cuando el sol se haya puesto y los jardines se vayan vaciando, será el tiempo de rescatar algún centavo de rupia del fondo de los bolsillos. En la patria de Tagore, en la Puerta de la India, los jovencitos que usufructúan su cuerpo no se diferencian de los demás salvo por la mirada. Han descorrido hace mucho ya el velo de la fraternidad y sólo les quedó el ansia escasa de cortesías. Nada, casi nada en ellos es muy obsceno ni sórdido; hasta podría asegurarse lo contrario: son más corazón que apetito venéreo. Y la piel que los cubre es marrón, tan marrón como la tierra que alguna vez retrató Satyajit Ray. Los muchachos en la India bailan entre ellos los pasos que han memorizado de la última función de cine. Pasean abrazados con una desenvoltura que en Occidente pretendemos femenina. Quieren ser estrellas. Se toman fotos. Pero estas son apenas secuencias que acontecen entre paréntesis, como si fuera una película de Godard, en un ínterin de movilidad que pareciera aletargado por luces estrambóticas. Quizás el impresionado turista al fin se entere que la Puerta de la India fue erigida en homenaje a los casi cien mil soldados indios caídos en los albores del siglo pasado. O quizás no, uno nunca sabe.