Antonio López: "El sueño"
Tenemos una muy buena noticia: no todo es silencio y chatura en el mundo del arte.
Aunque entre nosotros sólo se escucha la voz oficial del conceptualismo y sólo se aplaude la monótona repetición de las supuestas provocaciones que no logran provocar más que un mortal aburrimiento, en España todavía hay lugar para el pensamiento crítico.
El diario español La Gaceta ha iniciado un interesante análisis del estado de la cultura española, donde entre otros temas se abordó la situación del mundo del arte y el espacio que ocupa la noción clásica de belleza.
Según el español José Jiménez Lozano, poeta y ensayista, premio Cervantes 2002, al considerarnos “en la cumbre de los tiempos”, podemos sentirnos superiores y mirar con condescendencia a todos aquellos que nos antecedieron. De ahí que la búsqueda de la belleza tenga ahora la consideración de un afán entre el kitsch y la reinterpretación irónica.
¿Y el paradigma de la provocación? Según Juan Manuel Bonet, escritor, crítico de arte y antiguo director de instituciones de cabecera, “en provocación está ya todo inventado o casi. Es un aburrimiento pardo”.
¿No es consolador que alguien, en algún lugar del mundo, se atreva a llamar las cosas por su nombre?
Mientras los medios de prensa y las instituciones argentinas rinden culto al fraude de la “novedad”, la “reflexión” y la “exploración” que pretenden explicar la concesión del premio Petrobras a un calamar podrido, muchos españoles notables se atreven a denunciar el “aburrimiento pardo” que emana de la estupidez reiterada hasta el infinito.
Afortunadamente, el heroísmo y la honestidad de la pintura de caballete, que mantiene su plena vitalidad, afloran en las palabras del pintor español Antonio López García (abajo: "Lirios"), quien acaba de inaugurar una gran retrospectiva en el museo Thyssen de Madrid:
“Mi tío colocó otro motivo parecido en casa de mis padres -la misma mesa, la misma servilleta doblada sobre el tablero veteado, el mismo puchero panzudo de barro con una zona vidriada y tiznado por el fuego, el mismo pan ya acartonado y un vaso de vino blanco- y me dijo que debía empezar a pintar. Me entregó un lienzo sobre un bastidor, unos pinceles y una paleta suya, rectangular. Estaba cubierta por una gruesa capa de pintura, restos de las mezclas de color durante tiempo, años. Durante varios días fui saltando estas duras capas de pintura que tenían la luz y el maravilloso color de sus paisajes. Los azules de sus cielos, los distintos verdes de sus vides y sus campos, los dorados de sus tierras. Me llevó varios días, y cuando por fin apareció la madera en toda su superficie, me ordenó en el borde superior los colores básicos: el blanco a la derecha, el amarillo de cadmio, el ocre, el bermellón, las tierras, el verde, el azul, el carmín, el negro... Colores que me parecieron maravillosos todos juntos, y en un orden que todavía sigo. Me colocó el lienzo en el caballete, y esta vez de pie, ya siempre de pie, un poco más retirado del tema, comencé a trabajar. Lo encajé en el lienzo suavemente con carboncillo y cuando terminé me dijo que empezara a pintar. Elegí para empezar el vaso de vino, y digamos que aquí empezó mi vida de pintor”.
Para Cristóbal Toral (izquierda), uno de los artistas españoles más cotizados, la provocación, “ha dado muy buenos resultados publicitarios. Lo malo es que se ha pretendido confundir lo publicitario con lo creativo. De todas formas, la provocación cada vez provoca menos porque se repite tanto que ha terminado academizándose. Los happenings, las performances y otras exhibiciones en esta línea son puro espectáculo. La pintura es otra cosa muy distinta”, concluye el pintor.
En un sentido similar se pronunció Enrique Andrés Ruiz, poeta, escritor y crítico de arte, para quien el hecho de provocar, “hasta ahora, ha dado buenos réditos, o eso creen al menos las instituciones políticas que la financian, del color que sean. Con una diferencia: el progresismo lo hace a sabiendas –“sabe” de su eficacia pedagógica– y la derecha, naturalmente liberal, lo hace sin saberlo (para que no digan de nosotros) y porque suele tener a lo contemporáneo por neutro o inocuo, como si fuera mera cosa de los tiempos y no lo que es: una acción política deliberada”.
Tras varios años en que el mayor galardón de la pintura española, el premio Velázquez, recae sobre artistas neoconceptuales –que nunca han tenido un pincel entre las manos–; Juan Manuel Bonet se lamenta de que esa sea hoy “la línea oficial dominante”, y se pregunta “¿cómo se pueden hacer ciertas cosas en nombre de Velázquez? Quizá lo mejor fuera que le cambiaran el nombre al premio. Porque lo sorprendente del caso es que la opinión pública parece anestesiada: habría polémica si el Cervantes, por ejemplo, galardonara siempre a autores de una misma línea”.
Crítico con unas instituciones culturales “a las que les falta criterio y personalidad, que quieren demostrar lo avanzados y vanguardistas que son”, Cristóbal Toral está seguro de que “si Velázquez pintase en el siglo XXI, no le darían el premio que lleva su nombre”.
Pero la provocación no se detiene en las artes plásticas, también afecta a las escénicas. Para la soprano Isabel Rey, una cantante lírica de fama internacional, “hay que respetar los montajes operísticos como se respetan las pinturas del Museo del Prado. No se debe seguir vulnerando el derecho del público a ver esas obras tal y como fueron concebidas, en aras de una cierta modernidad”.
Por el mismo camino abunda Valentí Puig: los montajes estrafalarios e impactantes dan cuenta de “un cierto resentimiento con la tradición, con el hecho de que Lope o Verdi deban ser interpretados según un canon y no llenando el escenario de inodoros o esvásticas”.
En definitiva, todas estas calificadas y fundadas observaciones coinciden en señalar la extensión y la magnitud del patético fraude que se presenta como el arte de nuestra época, y coinciden en señalar su causa: el culto de la actualidad y la sensación de de que todas nuestros impulsos y ocurrencias están legitimados por el mero hecho de que nos encontramos “en la cumbre de los tiempos”.
La mala noticia es que la supuesta cumbre no pasa de ser un espejismo, porque todos los tiempos -incluido el instante presente-, se hunden velozmente en el olvido.