Una de las muchas cosas que hemos metido en un baúl junto a religiones, códigos morales y ciertas costumbres tradicionales, ha sido la hermenéutica. Durante muchos siglos se dedicaron grandes esfuerzos a traducir, explicar e interpretar los textos sagrados de las distintas tradiciones, lo que explica que la mayoría de lo exégetas pertenecieran al ámbito clerical. Fue en el último siglo cuando varios filósofos y pensadores realizaron valiosos aportes que impulsaron la disciplina y la expandieron más allá de la teología. Ahora, sin embargo, las personas de a pie no tenemos mucha ayuda a la hora de traducir, explicar o interpretar lo que nos está pasando como sociedad. Recibimos un enorme caudal de información pero no viene acompañada de su correspondiente análisis, y el que emiten periodistas, contertulios o supuestos expertos no parece servirnos de gran cosa. Cada época ha tenido una narrativa que la ha sustentado basada en una cosmología y una antropología. El ser humano era una criatura entre el cielo y el suelo con un sentido y un deber. Los guardianes de estas narrativas han sido durante siglos las religiones. La crisis del ámbito religioso ha supuesto una pérdida de asideros para muchos que han perdido su narrativa de referencia familiar, local o social y no la han podido sustituir por otra consistente. Es cierto que hay numerosas narrativas laicas, ateas o científicas, nacionalismos, populismos y partidismos, pero no son de talla universal, pueden servir a algunos pero no a todos. Y que tendremos que asumir que la narrativa digamos oficial, o asumida por la mayoría, basada en el libre mercado, el consumo y la búsqueda del bienestar no da respuesta a las cuestiones básicas existenciales. Por otro lado experimentamos en estos momentos un cambio global que es muy difícil de explicar desde dentro del sistema. Hay que tomar distancia para conseguir cierta perspectiva. Intentaré explicarlo poniendo como ejemplo la llegada de barcos europeos a territorios americanos o asiáticos remotos. Al entrar en contacto dos culturas diferentes se produjo una reacción explosiva de intercambio similar a poner dos medios químicos diferentes separados por una membrana. Los iones y sales comienzan un baile de un lado a otro hasta que la situación queda de nuevo en equilibrio. Mientras más diferencia cultural el proceso es más violento. En nuestro tiempo pasa lo mismo desde que empezó el proceso de globalización en la segunda mitad del siglo pasado. El mundo no globalizado de nuestros abuelos, que vivieron en una dictadura con sus correspondientes narrativas, saltó por los aires con los cambios políticos, sociales y económicos que vinieron después. Los más mayores son testigos de excepción y nadie les está pidiendo ayuda para tratar de entender qué valores vivieron entonces y qué nos está faltando ahora. La globalización ha hecho que mejoremos en lo económico, tengamos mejores coches, un móvil en el bolsillo, tecnología y pantallas por doquier y un infinito catálogo de entretenimiento. Pero al igual que esos conquistadores con sus armaduras y sus barcos llenaban las manos de los ingenuos lugareños con baratijas, el verdadero oro se lo siguen llevando y los trabajos desaparecen de nuestro entorno por arte de magia para aparecer en remotos lugares invisibles pero cada vez más poderosos que se están constituyendo como nuevo centro del imperio. También desaparecen los mejores trabajadores, los más dotados, atraídos como abejas a nuevos prados llenos de flores y oportunidades. Las fuerzas del mercado y la globalización son inmisericordes. Tienden a destrozar las instituciones públicas y las redes de soporte de la sociedad donde posan las manos. Mientras menos servicios públicos y más desigualdad social haya mejor para sus intereses, venderán más y harán más esclavos. Porque esa es la idea, no hay imperio que no se sostenga sin esclavos, aunque la palabra no sea políticamente correcta. La defensa de las sociedades europeas, entre otras, es la emisión de deuda para ir tapando los agujeros y las grietas que van apareciendo. Pero es una huída hacia adelante, todos saben que llegará un punto en el que no será posible seguir jugando en esa dirección. Se está comprando tiempo ante un desastre de grandes proporciones que nadie quiere ni imaginar. El problema es que los retos del cambio climático, el modelo extractivo de relación con el entorno, la falta de conciencia ecológica y de respeto a otras especies, el abuso de combustibles fósiles y sobre todo el egoísmo y la ignorancia humanas nos están llevando a un callejón sin salida. En esas estamos cuando aparecen una pandemia de grandes proporciones que se lo lleva todo por delante, dado que no hay sistema sanitario que sea capaz de controlarla, y todo parece saltar por los aires. Nos damos cuenta de lo vulnerables que somos y lo fácil que es perder la salud o la vida. Nos damos cuenta de la levedad de nuestros derechos y libertades, de lo rápido que desparecen y de lo mucho que valen cuando no los tenemos. Nos damos cuenta de que como sociedad somos muy limitados, no conseguimos entendernos, ponernos de acuerdo ni trabajar unidos. Nos damos cuenta de que es más fácil insultar al que piensa distinto que tratar de escucharle y ponernos después a su lado para apagar el fuego que nos amenaza a ambos. Nos damos cuenta de la fragilidad de nuestras instituciones, incapaces de dar una respuesta suficiente ante cualquier reto que se salga del follón habitual. La impotencia y el enfado caracterizan hoy al ciudadano medio que ve como todo arde a su alrededor sin que aparentemente pueda hacer gran cosa, mientras le escatiman derechos y servicios públicos delante de sus narices. Sin embargo sí hay algo importante que todos podemos hacer: para un momento y pensar. Darnos cuenta de qué es importante para cada cual, darnos cuenta de cómo nos relacionamos con nuestra comunidad y cómo podríamos mejorar esa relación. Darnos cuenta de que el bien común tal vez sea más importante que el personal. Darnos cuenta de que si no aportamos valor, trabajo, reflexión, ayuda, conciencia y compasión a los que nos rodean, tal vez seamos responsables de lo que está pasando. Nos va a tocar reiniciar muchas cosas, para ello será imprescindible entender lo que pasa. Si una vez comprendido queremos ayudar habrá que hacerlo con el modo de vida, con nuestra forma de tratar al entorno y a los demás, con una visión que ponga en el centro el bien común y sea respetuosa con el medio. Seguramente para este proceso necesitemos nuevas narrativas que beban de las antiguas, y mantener una hermenéutica que nos ayude a ir explicando el caos, que invariablemente se acercará a nosotros.