La habilidad y maestría con la que Irène Némirovsky es capaz de convertir vidas de personas particulares y anónimas en grandes epopeyas de la vida y del ser humano no deja de sorprendernos, por mucho que sepamos y conozcamos la habilidad de la escritora ucraniana a la hora de retratar lo realmente importante. Esa capacidad de síntesis, aparte de mantenernos en tensión durante la lectura del texto, nos proporciona casi sin enterarnos esa panorámica única y cenital del ser humano. Los hechos que se narran en Los bienes de este mundo están escritos casi a la vez que sucedían en la realidad, y esa translación mágica del espacio-tiempo, Némirovsky la maneja magistralmente. De ahí que asistamos, casi sin mediar palabra, a la narración de las vidas de una familia burguesa de la Francia del norte, de la mano de los convulsos acontecimientos que vivió Europa en la primera mitad del siglo XX, alcanzando grandes cotas narrativas, justo las anteriores a las que para los críticos es su obra maestra, Suite francesa. Ese nomadismo sentimental y terrenal que nos muestra la autora —y al que ella no es ajena— nos dibuja un mapa de alteraciones vitales difícilmente superables, pues es capaz de retratarnos con una fidelidad pasmosa el devenir y los pensamientos de Pierre,un joven que, con el paso del tiempo, se convierte en un hombre maduro, o el de una mujer, Agnés, que ha vivido y vivirá solo para el amor del que al final ha sido su marido. Pero no se nos debe olvidar que, en ese baúl, también podemos introducir la avaricia del patriarca de los Hardelot o su ceguera sentimental, pues su egoísmo es tan opaco como la luz dentro de una cueva. Una semblanza que también se retrata a la perfección en el personaje de Simone, víctima de su propia codicia y de la asunción de un destino que por sí misma nunca podría haber conseguido, lo que la lleva a representar a la venganza. La tercera generación, sí, porque en esta novela-mundo cabe todo, nos vuelve a mostrar esa condena a la que está supeditado el ser humano, pues los errores de Guy y Rose, son muy parecidos a los de sus padres, y a buen seguro, a los que cometerán sus propios hijos años más tarde. El ser humano es una especie de de hámster condenado a dar vueltas hasta el final de sus días en una eterna rueda que no es capaz de adivinar otro movimiento que el del giro sobre sí mismo.
Ángel Silvelo Gabriel.