Nadie quiere la noche es, además, la posibilidad de recrearse en el manto inmaculado de un paisaje nevado que se confunde con el níveo cielo y que se difumina hasta la línea del horizonte. En ese universo blanco y prístino nos dejamos llevar por esa otra aventura de recorridos interiores a la que Coixet nos invita. Detrás de ese bellísimo decorado no hay nada, salvo la naturaleza más salvaje y adversa…, y el silencio. Un silencio que, con el paso del tiempo, se transforma en soledad y esta, a su vez, en una mera prueba de supervivencia como pocas veces se ha rodado en el cine, pues las imágenes hablan por sí mismas, sin dejar espacio a las dobles interpretaciones, salvo aquellas inherentes a la propia sensibilidad de cada espectador. En Nadie quiere la noche, tanto Juliette Binoche como Rinko Kikuchi se muestran cual heroínas de una causa perdida que, aunque idéntica en su fin, en cada una de ellas es distinta, como distintas son las razones que les lleva a aceptar su destino a cada ser humano. Hambre y frío, soledad e incomunicación, compiten en cada fotograma junto a esa otra aventura interior que mueve a cada una de las protagonistas a seguir su propio camino. En este sentido, más allá de las condiciones meteorológicas extremas a las que se verán expuestas Juliette Binoche y Rinko Kikuchi, las auténticas y tenebrosas pruebas a las que tendrán que hacer frente serán las definidas por ese abismo interior que, como un vendaval de nuevas experiencias, deberán afrontar dentro de sí mismas. Hay pruebas que nada ni nadie te enseña a soportar ni a sentir, de ahí que las más primarias de las esencias humanas sean las verdaderas protagonistas de este viaje interior donde, ellas, por fin, serán las verdaderas protagonistas de la aventura, dejando a un lado a aquellos otros —todos hombres— que solo buscan el Polo Norte geográfico. Así, mientras que el marido de la Binoche, Robert Peary, marcha sin rumbo en busca de una entelequia que se le resiste a lo largo del tiempo, la directora española no repara en él, sino en ese otro y verdadero descubrimiento que es el de alumbrar aquella otra experiencia que supone asumir nuestras propias limitaciones y resistencia ante aquello a lo que jamás imaginamos que deberíamos enfrentarnos. Igual que una lanza que directamente nos parte el esternón en dos, las imágenes de esta película apuntan con miedo, pero también con mucho coraje, a nuestro espacio más vulnerable, para de ese modo, escarbar sin dificultad en el demiurgo de un alma que ya escapó despavorida al imaginar aquello que se le avecinaba.
En esa plasticidad que mezcla miedo y coraje, belleza y aventura, Nadie quiere la noche nos descubre la inmensidad del ser humano, esa que va más allá de las extensas y paradisiacas llanuras nevadas polares, y lo hace de la mano de una directora, Isabel Coixet, y dos actrices Juliette Binoche y Rinko Kikuchi, que son las verdaderas protagonistas de este viaje jamás contado.
Ángel Silvelo Gabriel.