Enfrentado a su destino bajo los designios del acierto del fuego enemigo. Aislado del mundo y sin pisar tierra firme. Condenado a sobrevivir a su propia gloria. Así se enfrenta, parapetado bajo una cazadora de aviador que no le resguarda del intenso frío del invierno coreano, el álter ego de James Salter (Cleve Connell) a la soledad del miedo que le persigue. Esa soledad que se refugia en la humedad que te cala hasta los huesos y deambula por tu alma con la pureza del desamparo se traduce en un miedo a morir. Un miedo a probar los límites de nuestra existencia. Y una desdicha que explora sin remedio los límites a confrontar los éxitos del pasado con la incertidumbre del presente que se cierne sobre el piloto de combate que sabe que depende del número de aviones enemigos que logre derribar para seguir en el podio de una élite tan ficticia que representan los once segundos en los que un avión enemigo puede acabar con todo su esplendoroso palmares. Y, a su lado, la necesidad de seguir sintiéndose hombre, ser humano y creer que todavía merece la pena enamorarse para sentirse más vivo lejos del infinito de los cielos azules que le esperan encima de las nubes en cada misión que cumple sobre terreno enemigo. En Los cazadores de James Salter hay ruidos envueltos en silencios que nos resultan tan atronadores como la más mortífera de las bombas. Sin especulaciones, y con la frialdad y la crudeza que caracterizan a sus novelas, es capaz de mostrarnos en aquello que deja en el aire toda una suerte de innumerables matices sobre lo que significa ser un piloto en la guerra y aquello que en verdad importa para el hombre que tiene los pies en la tierra. Sin embargo, con el paso de los días esa soledad del miedo que le acompaña se erige como una enorme ola que lo arrasa todo y le aleja de su entorno, y por supuesto, de sus compañeros. Con unas ricas descripciones geográficas del paisaje que ve desde las alturas, y unos encuentros bélicos que nos remiten a las mejores películas de acción bélica, Salter es capaz de rescatar bajo ese escenario (de humo y destrucción) un rayo de luz que ilumina a la buena literatura y la confronta a la desdicha de la guerra y la muerte. Ese espejo de la muerte al que se somete el protagonista (día a día) y que ejerce de contrapunto de una gloria siempre caprichosa y esquiva, es el reflejo más vivo y demoledor de aquello que hemos perdido y sabemos que nunca jamás volverá, porque tras cada misión el alma del verdadero piloto es distinta dada la urgencia vital a la que se enfrenta. Una herida que poco a poco se vuelve más profunda.
James Salter, con esta novela (su primera incursión en el mundo literario tras abandonar el ejército y que fue publicada por entregas en 1956 y reeditada cincuenta años después tras una profunda revisión por parte del autor cuando ya había conseguido un merecido reconocimiento literario por parte de crítica, público y escritores), vuelve a esos inicios siempre inseguros que, en esta ocasión, sin embargo, nos resultan delatores del gran bagaje como narrador de este escritor norteamericano que, a pesar de su escasa producción literaria, ha conseguido estar entre los grandes escritores norteamericanos del siglo XX. Apartado del ruido mediático y consciente de su escasa imaginación para poder crear historias, fue sin duda un gran observador de la vida y sus gentes. Afianzándose, con el paso del tiempo, como un gran verdugo de las pasiones y derrotas ajenas, y también como un escrupuloso narrador de la vida en sí misma, tal y como hace en esta novela, donde la guerra y la aviación son solo la excusa perfecta bajo la que delinear las aspiraciones y bajezas del ser humano que siempre se ponen de manifiesto en los momentos más duros de nuestras vidas. Esa vida, sin perdón posible, del piloto de combate que no es capaz de derribar aviones enemigos, se convierte en esta novela en la gran encrucijada de unas vidas marcadas por el azar de la gloria y la desdicha de la muerte. Y lo hacen en un juego de sinergias que como un avión que desciende en bucle desde lo más alto hasta chocar con el suelo, van dando vueltas sin remedio en busca de su final. Japón, y sobre todo Corea, ocupan ese margen geográfico en el que se desenvuelve esta trepidante novela. Una novela, que compagina con esa mano maestra de Salter (repleta de gestos y guiños de cara al lector) lo mejor y lo peor de los seres humanos. Y lo hace con la fuerza que posee ese frío perenne y cruel que se cuela por la cazadora de un aviador que sabe que su destino mientras que esté en el frente será afrontar la soledad del miedo.
Ángel Silvelo Gabriel.