¡Jaque mate!, el soneto gana la partida

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Escribir un libro de sonetos en una época en la que los versos medidos y rimados no parecen tener tantos seguidores podría considerarse algo extraño; escribir un libro de sonetos inspirados en el ajedrez, por el contrario, supone un concreto y acabado desafío.

Evidentemente, Francisco Delgado-Iribarren Cruz estaba al tanto de esto último al concebir su poemario Este juego es infinito. 64 sonetos ajedrecísticos (Madrid, Editorial Poesía Eres Tú, 2020), y, por eso mismo, el resultado es así de contundente.

Para empezar, su título es parte de un verso de Jorge Luis Borges perteneciente al primer soneto del díptico "Ajedrez", incluido en El hacedor (1960). Este hecho, para nada fortuito, vincula al autor de este poemario con el ilustre linaje de poetas que alguna vez consagraron su pluma a ese antiquísimo juego de piezas y casillas, linaje que tiene al mismísimo Borges como cónsul y albacea. Con respecto al subtítulo, David Coll Rodríguez, en su inmejorable prólogo, nos aclara lo siguiente: "Este juego consta de 64 escaques (casillas), por eso este libro tiene 64 sonetos, un soneto para cada escaque, porque Delgado-Iribarren Cruz, apasionado amante del soneto y del ajedrez, ha querido fundir a ambos en un maravilloso matrimonio indisoluble".

Indudablemente, lo que hace que este poemario sea tan interesante es su continua apelación a las grandes tradiciones culturales de Occidente, apelación que, si bien parecería circunscribirse a dos de sus más nobles expresiones -el ajedrez y el soneto-, mediante un preciso juego de símbolos y alegorías, logra en todo momento rebasarlas. Cito de nuevo al prologuista:

El ajedrez se convierte así en un magnífico pretexto poético para crear profundas y acertadísimas alegorías. Bien podría decirse que el soneto es como una partida de ajedrez que el poeta tiene que jugar a corazón abierto, y el ajedrez es un trasunto metafórico de todas las glorias y miserias humanas. El autor ve la vida semejante a una terrible, despiadada y encarnizada partida de ajedrez, otras veces como un teatro, y en esta comparación coincide con Calderón de la Barca, en su obra El Gran Teatro del Mundo. Todos somos actores que deben jugar su partida.

Si podemos afirmar, con Coll, que "el ajedrez es un trasunto metafórico de todas las glorias y miserias humanas", estimamos que es por dos cuestiones no menos importantes: la estructura profunda del lenguaje y el aspecto lúdico de la cultura. En relación con lo primero, recordemos que Ferdinand de Saussure, en su Curso de lingüística general (1914), explicó el funcionamiento del lenguaje comparándolo con el ajedrez; en relación con lo segundo, recordemos que Johan Huizinga, en su Homo ludens (1938), analizó el papel que desempeñaron los juegos en la historia de la humanidad, especialmente, en lo que concierne a lo literario.

En efecto, por estar hecha de palabras, la poesía (y en sí toda la literatura) coincidirá en algún punto con el juego. Dicho de otro modo, cualquier recurso técnico que sirva para plasmar sentimientos de gravedad y rigidez, de regocijo y distensión, entendido este como una posibilidad más dentro de una inmensa ars combinatoria, pertenecerá inexorablemente a la esfera de lo lúdico.

Francisco Delgado-Iribarren Cruz, consciente de esto mismo, nos invita a verlo jugar en su poemario y, con un ingenioso lance que nos remite al Lope de Vega de "Un soneto me manda a hacer Violante", en "El reto" (que, al igual que "Despedida", no forma parte de los 64 "escaques" que constituyen en rigor el contenido de su libro), nos indica de buenas a primeras de qué manera piensa hacerlo:

Un reto ajedrecístico me impongo.
Sin tardanza ni holganza me dispongo,
Sonetos y ajedreces me entretienen,
Si interés y paciencia ustedes tienen,
comprobarán si he cumplido el reto.
Está hecho si son sesenta y cuatro. al placer de sus leyes me someto.
¡Sed bienvenidos a este gran teatro! con mi musa poética ya en jaque,
y como todos los sonetos saque
se los van a leer hasta en el Congo. Colocar un soneto en cada escaque.
Me parece un proyecto con empaque.
Ambicioso y difícil lo supongo.

A riesgo de arruinarles la sorpresa a los lectores, diré que el autor cumple finalmente con su afanoso cometido, y 64 sonetos de clásica factura -es decir, sin complejos hipérbatos ni sinuosos encabalgamientos- es lo que nos entrega en este libro. Los versos medidos y rimados ganan esta partida.

Las nueve musas

Oviedo (España) 1956. Gestor cultural.