Jarabe de plomo: Dillinger (John Milius, 1973)

Publicado el 13 septiembre 2013 por 39escalones

Cuando el controvertido John Milius, acusado reiteradamente de conservador, de ultraderechista, de fascista y amante de la violencia gratuita entre otros excesos, se propuso llevar a la pantalla las andanzas del famoso atracador de bancos (que no mafioso: en cuanto en una película se ve a un tipo que tira de metralleta Thompson en los años 20 en seguida se piensa que la cosa va de la Mafia) John Dillinger, tuvo sin embargo una idea clara: a diferencia del torpe de Michael Mann y de su aburrida, desmesuradamente larga y fallona Enemigos públicos (Public enemies, 2009), sabía que necesitaba como protagonista a un tipo que por apareciencia, carácter y ciertos rasgos físicos tuviera una semejanza general con el famoso ladrón, y no un niño bonito acostumbrado a hacer payasadas en producciones de Disney. De modo que escogió a Warren Oates, elevado a los altares del cine de acción merced al buen hacer de Sam Peckinpah, como protagonista de una historia que es algo más que un simple biopic, que, en cierta forma refleja un periodo sociológico de la sociedad estadounidense en la que se mezclaban herencias del pasado con nuevos fenómenos derivados del salto a la modernidad y a la sociedad de consumo.

Porque los años 30 en Estados Unidos es la época de la Gran Depresión, de los negocios arruinados, las fortunas desvanecidas, las grandes mansiones abandonadas, las colas del paro kilométricas, el racionamiento, el vagabundeo y la emigración. Pero también, durante un periodo mucho más breve del que a menudo pensamos, apenas dos o tres años en la primera mitad de la década, se concentró una extraordinaria eclosión de violencia, de robos con fuerza, de asesinatos (aunque sólo se pudo constatar que Dillinger matara a una única persona, un policía durante un atraco, y más a causa del caótico fragor del tiroteo que por intención real de asesinar), por parte de bandas de asaltantes de bancos que, gracias al inmenso poder de las nuevas armas a las que a menudo las policías locales y estatales no tenían acceso (pistolas automáticas, ametralladoras, recortadas de gran calibre o incluso explosivos…), extendieron su dominio por amplias zonas del centro y el Medio Oeste de los Estados Unidos (Missouri, Arkansas, Mississippi, Iowa, Tennessee, Kentucky, Kansas, Ohio, Illinois, Indiana, Oklahoma, Louisiana, Texas…). Este periodo, habitualmente visitado por el cine, encuentra nombres míticos como Bonnie y Clyde, historia llevada al cine por Arthur Penn, o la gran cinta de Joseph H. Lewis El demonio de las armas (Gun crazy, 1950). La principal causa de este fenómeno hay que buscarla en la feroz crisis económica derivada del crack de 1929, pero hay otros ingredientes muy interesantes que contribuyen a dibujar un panorama propicio para este tipo de delincuencia organizada y, a menudo, desquiciada.

Para empezar, la red económica norteamericana. Antes de las medidas dinamizadoras tomadas por la administración del presidente Roosevelt, por ejemplo, en buena parte del país se mantenía la estructura de bancos heredada de los tiempos de la conquista del Oeste: cada localidad con su oficina bancaria a pequeña escala, a menudo un negocio familiar o perteneciente a un reducido grupo de socios, todos locales, o mantenido de generación en generación, subsistiendo gracias al negocio del préstamo con interés o a los créditos agrícolas, y asociándose para las grandes operaciones, si había lugar, con entidades mayores de alguno de los centros financieros de un estado o del país. Esto multiplicaba los caladeros de dinero fácil para las bandas de atracadores, y las posibilidades de salpicar una variada geografía con esporádicos golpes de mano para conseguir un buen puñado de dólares frescos. Por otro lado, en estos territorios subsistía en buena medida una mentalidad propia del Oeste. Las fuerzas del orden todavía conservaban los esquemas operativos de la persecución del crimen propios de aquella época, en actitudes (reunión de partidas de persecución, la figura del sheriff como cabeza de la ley en cada pueblo o ciudad pequeña) y en medios (revólveres y rifles como medios de protección, cárceles de pueblo, largos traslados para llevar a los presos hasta el comisario federal o al juez del distrito…). Este planteamiento obsoleto de la imposición de la ley chocaba con los tiempos modernos, pero además, el clima de depresión socioeconómica había traído aparejados otros condicionantes: la miseria de buena parte de la población hacía que, como en la época actual en España, se fuera más indulgente con quienes, aunque fuera violentamente, hacían daño a las entidades que, según su entender, habían provocado sus penurias y dificultades. Por otro, la actividad de los nacientes medios de comunicación a gran escala servía como amplificador publicitario de las acciones de estos grupos violentos, muchos de ellos considerados héroes por una población constantemente agraviada por los poderes económicos a los que los atracadores hostigaban continuamente, muy a menudo con éxito. De hecho, el propio Dillinger fue jaleado por prensa y público en su famosa detención, de la que hay reportajes en película y fotografía, y en la que incluso se permitió el lujo de responder a la prensa mientras pasaba el brazo sobre el hombro del fiscal, el hombre que se supone iba a acusarle en el juicio y encerrarle de por vida. Naturalmente, Dillinger se fugó de la cárcel, noticia que fue recibida con alivio y agrado por parte de las mismas gentes sencillas que décadas atrás aplaudían los asaltos de la banda de Jesse James.

Consciente de que era una batalla mediática además de casi bélica, el director de la recién instaurada policía federal, el FBI, el que después sería un poderosísimo factor en la política norteamericana (no siempre, mejor dicho, casi nunca, para bien), J. Edgar Hoover, solicitó al gobierno la implantación de varias medidas, entre ellas, que sus agentes pudieran ir armados (hasta entonces era prácticamente un cuerpo de oficinistas), y también la creación de un centro de investigación que aglutinara las denuncias, las fichas policiales y los expedientes de los casos de los grandes delincuentes del país. El nacimiento del poder de Hoover vino acompañado de la creación de una brigada especial dirigida por el agente Melvin Purvis (interpretado en la película por Ben Johnson, un antiguo “cachorro” de John Ford recuperado también para la causa del cine por Sam Peckinpah), cuya misión era acabar con estos grupos delincuenciales, vivos o, mejor, muertos. Su acción fue implacable, no siempre con métodos limpios o legales, y su éxito, a la larga, tras algún que otro fiasco, fue enorme, aunque Purvis no pudiera disfrutar de ello.

Todo este clima está magníficamente recogido por Milius en los 108 minutos de película que, iniciada con un atraco del que el propio espectador es víctima como si fuera el cajero de un banco (imagen que encabeza este artículo), retrata con una estructura casi episódica distintos hitos de la carrera criminal de Dilinger, sus atracos más célebres, su espectacular fuga de la cárcel, sus relaciones con los colaboradores y también la costumbre del grupo de viajar con sus esposas, amantes y acompañantes ocasionales tanto para la planificación de sus golpes como en los curiosos y extraños paréntesis vacacionales que se regalaban entre golpe y golpe, a menudo en lugares de mucho lujo y sofisticación. El punto de arranque es la muerte de varios agentes del FBI a manos de la banda de Dilinger, y el juramento por parte del agente Purvis de atraparlos y ponerlos a buen recaudo, o bien mandarlos al otro barrio. A partir de ahí se sucede una persecución discontinua, en la que van viéndose envueltos otros famosos delincuentes del momento, que poco a poco van cayendo en poder de Purvis, vivos o muertos, y que contribuyen por un lado a aumentar el prestigio de los policías entre la población (efecto al que contribuyen los seriales radiofónicos, las historietas gráficas e incluso las novelas baratas y por entregas, que poco a poco, por influencia del poder político sobre todo, van cambiando de orientación de manera que los protagonistas ya no son los “héroes” perseguidos, sino los honrados perseguidores, los agentes de la ley) y por otro a cimentar el poder en la sombra del propio Hoover.

Dirigida con buen pulso, ritmo frenético (con ocasionales parones “vacacionales” al igual que los personajes), la película no escatima sobre todo en escenas de violencia, ni tampoco en alusiones directas al sexo, repletas de lenguaje burdo y explícito que apenas unos años antes hubieran sido objeto de corte en el negativo (Milius, cuya carrera se inició como guionista, es autor del texto). Oates compone un Dillinger para el que, además de una superficial labor de caracterización, se adivina que ha observado detenidamente sus fotografías e imágenes en movimiento registradas. Johnson da el contrapunto perfecto, aunque lo que apuntala el realismo de la historia es la caracterización de los secundarios, en especial de los distintos miembros de la banda de Dillinger (particularmente Harry Dean Stanton y Richard Dreyfuss). La estructura episódica quizá se hace algo reiterativa, dado que encadena asaltos y persecuciones, sin que las fases más dramáticas, las relaciones de los personajes entre sí en sus momentos de “descanso”, ayuden a perfilar unos personajes que, salvo en cuanto al protagonista, del que se señalan sus grandes contradicciones anímicas y sus altibajos emocionales, para los que se apunta la hipótesis de un origen traumático, quedan bastante esquemáticos y superficiales. Para Milius lo más importante, además de consagrar al personaje central que da título al filme, es reflejar la crudeza de los distintos enfrentamientos armados, pero no sólo eso.

Igual de crucial resulta para Milius señalar que es la asunción por parte de la ley de los métodos de los violentos lo que consigue acabar con ellos, y si bien en cuanto al personaje de Purvis esto se observa desde un punto de vista ambivalente, casi más amargo que reivindicativo, sí se puede apreciar que en general Milius acepta o incluso ensalza esta necesidad de constituirse en inclemente brazo armado si este hecho viene justificado por su pretendida finalidad, la defensa, la conservación del orden, de ahí que quizá buena parte de las habituales acusaciones contra Milius vengan avaladas en cierta medida. El mismo detenimiento que Milius ha dedicado a las muertes y las heridas de las víctimas de la banda de Dillinger (aunque se omiten las consecuencias de duelo y desamparo que generan en sus familias) es luego trasvasado a los miembros de la banda cuando poco a poco se ven perseguidos, cercados, acorralados y, en algunos casos, acribillados. Dos momentos destacan en este punto: el primero, el fallido asalto al hotel del lago por parte de los hombres de Purvis, fenomenal cruce de disparos magníficamente rodado en el que se suceden crudos instantes de sangrienta violencia en la que los hombres de la ley llevan la peor parte; el otro, el conocido final del personaje central, su muerte a la salida de un cine, que bien podría expresarse con el manido refrán de “quien a hierro mata, a hierro muere”, y que constituye la completa disolución de cualquier vestigio de heroísmo: no lo hay en quienes lo llevan a cabo, desde luego, pero tampoco en su víctima, que, antiguo fenómeno mediático, una vez superada su condición de noticia del momento será olvidada, quedará pasada de moda, como un obsoleto recuerdo comparable a las antiguas leyendas del Oeste.

La sobresaliente ambientación, la música de Barry DeVorzon, casi siempre acompañada de disparos, que bucea en la música folk tradicional de los lugares en los que se ambienta la historia de Dillinger, y la apagada fotografía en tonos marrones y grises, con luces tenues y mortecinas en las tomas exteriores de Jules Brenner, terminan de moldear un típico producto del cine contestatario de los setenta, nacido por oposición a la política del sistema de estudios, y del que no son ajenos tampoco los ecos traumáticos de la catarsis violenta que la sociedad norteamericana llevaba años viviendo en su propia carne, la guerra de Vietnam.