Jean-Michel Basquiat y 100 pinturas en el Guggenheim de Bilbao

Por Civale3000

Por Miguel Ángel García Vega para El País.es

El trabajo de Jean-Michel Basquiat (1960-1988) es una fractura entre el mito y la realidad. A medio camino, el abismo del mercado del arte y las decenas de millones de euros que se pagan por sus mejores obras. El espacio mitificado remite a un creador afroamericano de clase baja, ingenuo, despreocupado con el dinero, poco conocedor de su talento al que el sistema artístico exprime, arrincona y engulle hasta que el 12 de agosto es encontrado muerto en su loft de Great Jones Street en Manhattan (Nueva York) con una aguja temblando en la vena y la heroína en la sangre. Tenía 27 años, y en menos de una década de oficio había sido capaz de producir 3.000 obras.

La fuerza arrolladora de la juventud de Basquiat, el empleo de la pintura para exorcizar sus demonios, la ira (“el 80% de mi trabajo trata sobre ella”, reconoció en una entrevista) y el mercado del arte son sombras de las que el visitante no puede zafarse en la exposición Jean-Michel Basquiat: Ahora es el momento. Un título tomado de un fragmento del famoso discurso I have a dream, de Martin Luther King, y de un tema del saxofonista Charlie Parker. Estamos frente a un nuevo empeño, esta vez a cargo de la Galería de Arte de Ontario (Canadá) junto con el Guggenheim de Bilbao, de revelar cuánto hay de verdadera creación y cuánto de mercado en el mito Basquiat.

El deambular por las salas y la lectura de las casi cien piezas que cartografían la muestra despeja algunas dudas. Los mejores trabajos coinciden con 1981 y 1982. Los inicios. Son los más rotundos y con mayor carga social. Irony of a Negro Police (1981) y el monumental Six Crimee (1982) sitúan la percepción del hombre negro en la sociedad estadounidense de la época. No hay que olvidar que en aquellos años se entendía que un afroamericano podía ser un buen deportista (fíjense en el lienzo Dark Race Horse, centrado en el pie del velocista Jesse Owens) pero no un creador. En el circuito del arte, los coleccionistas, marchantes y críticos son sobre todo blancos. Pero tal vez las obras más sinceras sean sobre papel. Tras décadas se ven frescas y vivas. Un retrato (sin título) con barra de óleo sobre papel de 1982 marca la clave. El estudio anatómico de la cara, el cuello, la boca es vibrante. Porque en Basquiat las bocas son celdas. En ellas se acerca al trazo duro de Frank Kline y al gesto libre de Cy Twonbly.

Ahora bien, de seguir vivo Basquiat tendría hoy 54 años. Estaría a la mitad de su carrera. ¿Qué quedaría de su fulgurante explosión? ¿Se pagarían millones de euros por sus telas? ¿Sería su trabajo un ejemplo más de la avalancha de pintura comercial que en los años ochenta inundó Nueva York? ¿Tendría un papel secundario en el arte como muchos de sus compañeros (Sandro Chia, Francesco Clemente, Julian Schnabel) de entonces? “Frente a bastante pintura reaccionaría que se produjo en esa época, Basquiat me parece el artista más interesante de ese grupo de pintores porque mantiene vivo el elemento contracultural que enlaza con lo popular”, reflexiona Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía.

A la búsqueda de aclaraciones, las hermanas del artista, Jeanine y Lisane, presentes en la exposición, no detallan el número de obras que maneja el legado, ni dan importancia al problema de falsificaciones que sufre el artista. “Todas las obras están perfectamente documentadas”, aseguran. ¿Respecto a las vertiginosas cotizaciones que alcanzan? “Basquiat se sentiría muy orgulloso al ver que su trabajo sigue vigente. Para él no era cuestión de dinero, sino de reconocimiento”, sostienen.

Sin embargo, el mercado ha hecho su apreciación meramente económica. En mayo pasado un coleccionista pagaba 13,6 millones de dólares (12,2 millones de euros) por un dibujo sobre papel del artista. Récord en ese tipo de soporte. Dos años antes, el financiero malayo de 33 años Jho Low se gastaba 48,8 millones de dólares (44 millones) en la pintura de 1982 Dustheads. El precio más elevado alcanzado por el artista en una subasta. Quién diría que en los años ochenta un papel costaba unos 600 dólares y un lienzo entre 25.000 y 50.000 dólares. Aun así, Basquiat vendía por cifras muy altas para la época y su edad.

Pero frente al mito engordado por el mercado del arte, el cine o los galeristas, la realidad de Basquiat es la de un chico de clase media acomodada (su padre, Gerard, un contable de origen haitiano, conducía un Mercedes y su madre, Matilde, era una reconocida diseñadora gráfica de ascendencia puertorriqueña), que tiene que convivir (como muchos otros hogares) con unos padres que se separan cuando él tiene siete años y que ve como su madre comienza a entrar y salir de varias instituciones mentales. Muy pronto la familia (era el segundo de cuatro hijos) trata de encauzar su atracción por el arte. A los seis años, su madre le hace miembro del Museo de Brooklyn, empieza a dibujar en papeles desechados que trae su padre de la oficina (un gusto por los materiales de baja calidad que nunca abandonará), asiste a clases de arte en un centro alternativo (City-As-School) y sueña con ser dibujante de cómics. Le atraen las imágenes de la célebre revista MAD y absorbe con idéntico interés los grabados de un tratado de anatomía (Grey’s Anatomy of The Human Body) que los apuntes de Leonardo Da Vinci. Con ellos boceta su lenguaje: símbolos, su famosa corona de tres picos, pictogramas, logos… Palabras que usa como “si fueran pinceladas”, contará alguna vez. Todo apoyado en un trazo grueso de barra de óleo, acrílico o pastel. Con esa lectura del mundo, baja a las calles de Manhattan y junto con Al Diaz llena de grafitis los muros. Firman SAMO©, que juega con la frase Same Old Shit (La misma mierda de siempre). Pronto rompen la relación. Basquiat ya está preparado para deslumbrar en la escena artística neoyorquina. Quiere comerse en el mundo. Es 1981. A partir de aquí entra la leyenda, el artista que a los 21 años ya era una celebridad y vendía todas las obras de su primera exposición individual, el rap, la cocaína, el jazz, su fugaz encuentro con Madonna o su trabajo a dos manos —propiciado por el galerista Bruno Bischofberger— con Andy Warhol. Algunas de esas obras (Win $ 1’000’000, Stoves, Quality o Ailing Ali in Fight of Life) forman una parte amplia de la exposición. Aunque son las menos interesantes de una muestra que reivindica a un Basquiat que busca su lugar en el mundo entre la ira y el mercado.