La mirada de Lise Leplat Prudhomme se alza firme, serena, convencida, limpia, desafiante, con todos los adjetivos de certeza que puedan recitarse ante el retorcido catálogo de personajes que la rodean, la acosan, la intimidan, la cuestionan, la conducen desde el sofisma hacia la pretendida traición al rey amado y, después, a la condición herética que marcó su destino.
En la mirada de Jeanne vuelca Dumont parte de su apuesta estableciendo una radical diferenciación entre la callada y tranquila presencia de la mujer a derribar y la supremacía masculina de una autoridad entre arbitraria y displicente hacia la muchacha.
No es " Jeanne " una continuación de "Jeannette" salvo en lo temporal, porque el relato sigue donde acabó la primera entrega, pero la primera diferenciación consciente se encuentra en la elección de la actriz. Si Dumont utilizaba a dos mujeres, una niña y una joven, para contrastar el crecimiento de Jeanne en su evolución hacia ese misticismo militante de quien ha recibido la orden divina de expulsar a los ingleses, con "Jeanne" Dumont opta por transformar a su niña de la primera entrega en mujer sin cambiar de actriz y volviendo a utilizar a una menor de 10 años para encarnar a la joven que murió en la hoguera con 19.
La lógica hubiera determinado que Dumont utilizara a su actriz adulta para encarnar, en esta continuación que no es, al personaje histórico, y sin embargo opta por dar un paso atrás. El menudo cuerpo de la actriz destaca, aún más, por su determinación y, al mismo tiempo por su desproporción frente a las amenazantes figuras masculinas que la rodean. Esa fragilidad extrema de una niña haciendo de mujer guerrera, y de mártir juzgada y ejecutada, facilitan la transmisión de la idea de emoción que subyace en cada plano en que Dumont mira Louise Léplat, alejada del paroxismo místico de la Juana de Dreyer, más cerca de lo humano que de lo divino, una fragilidad y desproporción frente a los perseguidores que hubiera costado más reflejar de haber utilizado a Jeanne Voisin para el papel de la doncella de Orléans.
Hay dos enormes aciertos en la apuesta de Dumont por acercarse al hecho histórico sin buscar fidelidad alguna. Uno, indudable, esa elección de la actriz y su dirección. Rodeada de palabras, no pocas veces contradictorias y deliberadamente confusas para hacer incurrir en el error torticero a la joven, el laconismo de Jeanne es sobrepasado por la elocuencia de su mirada. Una mirada profunda, deslumbrantemente impropia de una niña de diez años, y que se apodera de la pantalla, notablemente ayudada por el contraste con el histrionismo de muchos de los demás personajes, una costumbre del cine de Dumont que disminuye la entidad del conjunto de la película, zarandeada desde un laconismo propio de Bresson al carrusel de un circo de feria.
La película se estructura en tres partes muy diferenciadas entre sí, exterior, interior y exterior-interior que corresponden con las batallas de Jeanne la pucelle y su apoyo al pretendiente francés Carlos VII en la primera parte, la caída en desgracia tras su apresamiento por las tropas borgoñonas aliadas de la facción anglófila que defendía los intereses del inglés Enrique VI como rey de Francia, y el largo proceso contra la joven, que corresponderían con esa segunda parte filmada en interiores históricos, y la más breve y concisa parte de la espera, de la proximidad del veredicto, del ajusticiamiento y muerte de Jeanne que mezcla las dos opciones estéticas de la película en su puesta en escena.
La película abandona el musical sobre el que giraba "Jeannette" a ritmo de rock duro para transformarse en un aparato de la palabra al servicio de los textos de Péguy, si se quiere, otro iluminado a medio camino entre la redención socialista y la revelación religiosa, "soy un católico sin iglesia" llegaría a decir, lo que provocó, sin duda, que resultara siempre sospechoso para ambas creencias. La música ahora se vuelve más sosegada, más apacible, Christophe pone esa voz a las canciones que ya no emanan, ni simuladamente, de las voces de los actores, salvo en uno de los momentos culminantes del proceso.
En el fondo esas reservas hacia Péguy no dejan de ser las mismas que todos los bandos enfrentados en la guerra de los 100 años tuvieron hacia Jeanne por diferentes razones, y resulta reveladora para ello la única conversación en que la película junta a la muchacha con el nuevo rey, un poco antes de su apresamiento por lanzarse a la liberación de París sin obedecer más que a esa voz interior que guiaba su camino.
La utilización de Fabrice Luchini para interpretar al delfín elevado a rey demuestra la nula intención de Dumont en hacer de su película una representación fiel del hecho histórico, buscando una mayor prospección a las emociones que a los hechos. Sobre la contención interpretativa de Jeanne y el histrionismo, que parecería sacado de la Alicia de Lewis Carroll y su sombrerero loco, del nuevo rey sobrevuela la advertencia, "me has venido muy bien para llegar hasta aquí, pero ahora deja de entrometerte". Jeanne aparece como un personaje solitario apoyado nada más por aquellos que consideran la religión como un vehículo de comunicación fiel entre el ser humano y sus dioses y no como un instrumento del, o para el poder. La puesta en escena, ese segundo logro de la película, se utiliza para recalcar esa soledad y la inmensidad de la vida interior de Jeanne en medio de cualquier escenario.
Despojada la película de todo aquello que no sea la figura humana y su vestimenta, el uso de la catedral de Amiens para simular el juicio en Rouen, las playas del norte, las celdas que no dejan de ser viejas fortificaciones supervivientes, quizás, de la batalla de Normandía, colaboran a esa intemporalidad del relato. Despojado de todo lo superfluo el relato pervive por mantener lo esencial, pero entonces ¿por qué añadir artificio sobre los actores para que pierdan su credibilidad? Entraría entonces el punto negativo que va reiterándose en las películas de Dumont en la última década, forzar el discurso, elevar la gestualidad, modificar la naturalidad de lo que se dice y cómo se dice para transformar al club de inquisidores en un perverso grupo de mamarrachos cuya forzada idiotez no disminuye su maldad y peligro.
El silencio caracteriza a los defensores de Jeanne, obligados a manifestarse sottovoce para no ser culpados, ellos mismos, de herejes. Pero la voz proyectada por los acusadores se deforma, se ridiculiza, se llena de acentos o dificultades de pronunciación que impiden su correcto entendimiento, quizás porque lo que se dice no es importante ya que el veredicto está dictado desde antes del juicio.
La contención que destila el personaje de Jeanne, la sobria puesta en escena de las batallas (sí, también Dumont sucumbe al dron en una escena de plasticidad deslumbrante recreando, doma ecuestre incluída, una batalla sin sangre ni armas esgrimidas), la dulzura de esa mirada perdida y decepcionada pero entregada a lo divino se ve atacada desde el mismo centro de la película por la opción del director entregándose a los excesos guiñolescos de "Ma loutte" o de "Coincoin" en vez de regresar a "Flandres" o "La humanité".
Película de grandes momentos y de grandes decepciones, de difícil punto medio porque a cada hallazgo visual o escénico le acompaña, sin solución de continuidad, un jarro de agua fría.
Habrá que acostumbrarse a esta nueva opción fílmica de Dumont, que nunca deja indiferente, pero que lastra hasta sus mejores propuestas del presente.
JEANNE. Francia. 2019. Dirección, guión, diálogos: Bruno Dumont. Basada en Juana de Arco y el misterio de la caridad de Juana de Arco de Charles Péguy. Productores delegados: Jean Bréhat, Rachid Bouchareb, Muriel Merlin. Ingenieros de sonido: Philippe Lecoeur, Romain Ozanne, Emmanuel Croset. Música: Christophe. Vestuario: Alexandra Charles. Asistente de dirección: Rémi Bouvier. Fotografía: David Chambille. Montadores: Bruno Dumont, Basile Belkhiri. Escenografía: Erwan le Gal. Compañías productoras: 3B Productions, Pictanovo. Intérpretes: Louise Léplat Prudhomme. 137 minutos.