Vine leído de casa. Tuve la inmensa suerte de que no necesité que nadie me motivara para leer, me enseñara los placeres de la lectura o la última moda me llevara a encontrar el libro de mi vida. Nací envenenado. Mis padres no me proporcionaron ningún antídoto y con bastante libertad me convertí en el lector compulsivo que soy hoy en día. A la actitud que ya me venía de serie se sumó a la suerte que tuve de encontrar buenos libros que me fueron llevando de uno a otro. Si hubiese esperado a que las lecturas obligatorias del colegio o del instituto lo hicieran, seguramente engrosaría las encuestas en la franja de población no lectora. Aún hoy recuerdo con horror aquellas novelas con las que en principio me tenía que sentir identificado. Pero no. Imposible. ¿Cómo podía verme reflejado en la historia de una chica enamorada de su profesor de filosofía? ¿Cómo pretendían que aquello me motivara a leer y a disfrutar? Por suerte, el veneno de la lectura ya corría por mis venas y me inmunizó a la bazofia que tuve que tragar si quería aprobar la asignatura.
Si lo pienso un poco diría que mi pasión por la lectura se asentó en tres pilares básicos: clásicos, literatura de género y lecturas imprudentes.
Clásicos. Una colección de libros que me regalaron cuando cumplí ocho años y que traía en ella libros de Julio Verne, de Karl May, de Melville, de Emilio Salgari, Michel Ende, etc. La vez que me puse enfermo y cumpliendo con el tópico me regalaron La isla del tesoro y descubrí que la literatura era otra cosa. El viejo ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer que me sirvió para soñar con irme de casa con mis amigos y convertirme en pirata. La profesora que dejó de lado toda prudencia y nos hizo leer El hobbit. Narración pura, acción, aventura y grandes proezas. Novelas que establecieron el gusto por la historia bien contada, por la economía narrativa y un sentido lúdico de la literatura.
Como a casi todos, un día una tía me regaló un par de ejemplares de unas novelas de Enid Blyton (creo recordar que eran de Los Cinco) y me aficioné a las historias de misterio. Con el tiempo me di cuenta de que los personajes de estas novelas se limitaban a luchar contra secuestradores y contrabandistas y empecé a pedir más crimen, más sangre y más muertos. Conan Doyle y Agatha Christie, claro. Y un verano aparecieron las novelas de Andreu Martín y Jaume Ribera: la saga del detective Flanagan y aquella joyita llamada El cartero siempre llama mil veces. Temas actuales, vocabulario reconocible, peligro, violencia, primeros amores adolescentes, casos bien estructurados y resueltos. Historias que fueron la puerta perfecta para que al poco empezaran a entrar en mi vida los primeros clásicos de la novela negra americana. Sin olvidar la sorpresa que fue la lectura de El día de los trífidos, de John Whyndam, responsable directo de que hoy en día consuma grandes dosis de ciencia ficción y viva obsesionado con el fin del mundo.
Y las lecturas imprudentes. Aquellos libros que ni profesores ni padres debían saber que devoraba. Historias en las que ambos coincidían que no eran “adecuadas” para la edad. En mi caso fueron Justine o los infortunios de la virtud de Sade y una colección de cómics eróticos y de ciencia ficción que un primo guardaba celosamente en un cajón. Y en casa de un amigo llegaron a mis manos novelas de Ofelia Dracs o Manuel de Pedrolo que hicieron volar mi imaginación a territorios por aquel entonces inexplorados. Siempre he creído que para interesar en la lectura a un adolescente nada mejor que dejar a su alcance novelas que traten uno de los temas que más le pueden interesar: el sexo. Eso sí, para este tipo de lecturas no sirve la orientación ni de padres, ni de profesores. Aquí cada uno vuela solo.