La tumba de Keats es, además, el ronroneo de los gatos en la oscuridad de la noche; una noche donde reina la soledad de las lápidas y la desintegración de los fantasmas, pues sombras son todas aquellas ánimas que recorren nuestras maltrechas conciencias. Aquí, el poeta se erige como un descubridor de piras donde quemar nuestros ingratos pecados; escultor de las miserias humanas que se arrastran por el fango de nuestro particular día a día; pintor de la desidia de la caridad mal entendida o del ultraje del último penitente, como si desde el Templete de San Pietro in Montorio, el poeta hiciese de discóbolo lanzando sus versos a un aire sagrado —por el arte y el silencio que atesoran su entorno—, para con ellos, revisitar la Roma que, desde un poco más arriba —en la Fontana dell’Acqua Paola—, filmó Paolo Sorrentino para deleite de los turistas japoneses que caían rendidos ante tanta belleza. Ese último intento de lanzarnos al vacío de la belleza por la belleza, sin más argumentos que la irracionalidad de nuestra locura estética, es a la que contrapone Mestre el canto utópico de la búsqueda de la verdad, en un pulso sin medida ni tiempo a través de la fuerza de las palabras que, en su caso, exploran la necesidad de lo imposible, como el propio Keats hizo al perfeccionar el soneto shakesperiano en una suerte infinita de odas mágicas; odas recubiertas de la verdad que sólo posee la poesía, pues cada una de ellas por sí sola, es capaz de arrebatar el poder al más abyecto de los hombres, y de paso, dejar su huella en el alma de aquellos que necesitan sentirse libres; libres como el ruiseñor que se posaba en lo más alto de la copa del árbol, y, desde allí, ofrecía su particular trino a quien le quisiera escuchar. Así se levanta Keats de su tumba cada vez que alguien lee uno de sus poemas, pues su voz, aunque en este caso sólo sea un símbolo, sigue siendo infinita, pues lucha contra ese olvido con tan sólo entonar uno de sus poemas: «La belleza es verdad; la verdad, belleza —Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra».
Ángel Silvelo Gabriel.