A raíz del post de ayer en esta bitácora sobre La trampa del oso, el post de Soul Business con el título Del peligro del exceso de dinero y del comentario de Fernando López Fernández sobre la avaricia, he querido dedicar también este post a este tema.
Creo que uno de los principales males sociales (el que más para mí) es el materialismo salvaje en el que estamos instalados. El dinero es maravilloso pero ser víctima de él es una trampa peligrosísima. Aquí dedicamos un post titulado: Del becerro de oro al oro del becerro.
El libro Corazón y mente (Planeta), de Valentín Fuster y Luis Rojas Marcos, del que dimos cuenta aquí en su día (ver post Tomando distancia), los autores reflexionan sobre la necesidad de escuchar los mensajes que nos manda nuestro cuerpo y nuestra mente si queremos conservar la salud y mejorar la calidad de vida.
Son relatos de personas reales que han pasado por situaciones de salud difíciles por diferentes motivos. Uno de ellos es el de Max, un joven ejecutivo de investment banking de Wall Street de 29 años que, como otros de allí y de La City londinense, son víctimas de su ambición. Así relata Valentín Fuster la visita de este joven a su consulta:
'Vino a mi consulta a primera hora de la mañana con latidos cardíacos rápidos e intensos. Estaba cansado y su esposa, que no lo acompañó en esta primera visita, estaba embarazada de gemelos. Max tenía un trabajo de mucha responsabilidad en una importante agencia de valores. Era un joven inteligente y muy ambicioso que trabajaba en la línea de fuego del mercado financiero. Con sus decisiones provocaba la subida y bajada de acciones, y hacía que empresas y accionistas ganaran o perdieran cantidades importantes de dinero. Sus movimientos ponían en juego millones de dólares. Y él, sin haber cumplido los 30 años, ya era millonario. Tenía un apartamento en Manhattan, una casa en Florida, un barco y una colección de coches. Se acababa de comprar una casa en Brooklyn Heights, un barrio idílico con buenas conexiones con el distrito financiero donde él trabajaba, al que quería mudarse con su esposa cuando nacieran sus hijos.
Me contó su historia familiar. Los padres del joven habían emigrado de Argentina y habían trabajado muy duro para que Max y su hermana pudieran tener una vida más fácil que la suya (…). Max se había decantado por el mundo de los negocios y tras estudiar en una Escuela de Negocios de la Universidad de Nueva York y quedar en los primeros puestos de su promoción, una importante compañía financiera lo había contratado y, poco tiempo después, ya ganaba más dinero del que nunca había soñado.
Max me contó que a primera hora de la mañana notaba latidos cardiacos fuertes. Estas palpitaciones coincidían con el momento de mayor actividad de su jornada laboral, ya que su trabajo obligaba a estar pendiente del mercado europeo y asiático a partir de las cuatro de la madrugada para estar conectado al teléfono y a las pantallas de los ordenadores una hora más tarde. Ése era el momento de más actividad y cuando Max llevaba a cabo las negociaciones más importantes del día. Los expertos en mercados de valores (y a lo largo de mi vida he conocido a muchos pesos pesados de Wall Street) coinciden en afirmar que es en estos primeros minutos del día cuando te lo juegas todo y que, como un partido de tenis, ganan aquellos que tienen el juego más rápido e intenso, están más concentrados y tienen la mente despejada. Curiosamente había sido un compañero suyo de trabajo, que años atrás había sido mi paciente, quien le recomendó que acudiera a mi consulta cuando el joven le había comentado que tenía palpitaciones con frecuencia.
El estrés podía ser la causa de las palpitaciones, pero la experiencia de tantos años con este tipo de pacientes me ha demostrado que la causa suele ser otra. Además recordaba perfectamente los motivos que habían llevado a su compañero de trabajo a mi consulta e intuía que los problemas de Max eran parecidos. Le pregunté si tomaba alguna sustancia estimulante al levantarse y me respondió con un: '¿Por qué me lo pregunta?'. Así que volví a insistir. Le pregunté si tomaba café y me explicó que siempre tomaba un expreso doble. Quise saber si ése era el único café que se tomaba a lo largo del día y me contestó que no, solía tomarse otro a primera hora de la tarde, cuando empezaba a acusar el cansancio del día. Tomaba ese segundo café en la oficina, para 'volver a poner el motor en marcha' y, según me comentó, esta dosis de cafeína idéntica a la primera no le provocaba palpitaciones. Llegados a este punto, decidí insistir un poco más y le pregunté de si estaba seguro de que sólo tomaba café. Fue entonces cuando confesó que lo primero que hacía cuando se levantaba por las mañanas era inhalar crack con el objetivo de rendir al 150 por ciento y trabajar con una intensidad sobre humana en los momentos de máxima negociación en el mercado de valores. Mi diagnóstico fue de palpitaciones por abuso de cocaína sintética.
Max no le daba ninguna importancia a su consumo de crack porque, según él, consumir sustancias estimulantes era práctica habitual entre algunos jóvenes ejecutivos de Wall Street. Estos profesionales suelen desgastarse rápidamente y al igual que muchos deportistas de élite, antes de los 40 años ya son millonarios retirados (si han sobrevivido a las drogas). Mi joven paciente era un caso atípico. Antes de irse a dormir se tomaba cuatro copas de licor para relajarse y, unas horas después, cuando se levantaba para negociar con Europa y Asia, inhalaba crack para tener más energía de lo normal. Era un círculo vicioso porque por la noche aún le duraban los efectos de las drogas y tomaba copas para poder dormir. Y a la mañana siguiente tomaba más crack para superar el día. Me confesó que durante los fines de semana y en vacaciones inhalaba crack porque lo necesitaba. El problema no era nuevo. Parece ser que desde muy joven se había acostumbrado a determinados estados de ánimo con la ayuda de la droga y otras sustancias. Cuando estudiaba en la Universidad era adicto a la marihuana. Tras su confesión me pidió que no se lo comentara a su esposa. Me sorprendió que ella no se hubiera percatado de la situación.
Lo primero que hice cuando me quedé solo en mi consulta fue releer el expediente médico de Álex, el compañero que le había recomendado que acudiera a mí. Las conexiones entre ambos casos eran fascinantes. Álex tenía 38 años cuando acudió a mi consulta y al igual que Max, había sido un importante ejecutivo de Wall Street. Un buen día sufrió un infarto de miocardio tras consumir cocaína. Yo lo conocí poco después y recuerdo que fui muy tajante con él. Le dije que si quería vivir tenía que dejar las drogas. Él me dijo que sin las drogas no podía mantener el ritmo que le exigía su trabajo. Y le recomendé que, en ese caso debería buscarse otro empleo aunque esto implicara dejar de ganar las cifras astronómicas que estos jóvenes pueden conseguir con cinco llamadas de teléfono (a menudo simultáneas) y algunos gritos por la oficina. Me hizo caso y su empresa le ofreció otro puesto de menor responsabilidad que el anterior.
A Max le podía haber dado una medicación para mitigar las palpitaciones, pero no era esa la solución. Por un lado, el tipo de medicación que le hubiera recetado provoca unos efectos contrarios a los que Max buscaba con la cocaína sintética; por otro lado, si el joven no dejaba algún día de consumir drogas, algún día tendría un infarto de miocardio y no viviría para contarlo.
Tras una charla con Max y su mujer (a la que pedí que acudiese a mi consulta) que le hizo ver que si seguía por ese camino sus hijos no llegarían a conocerle, Max dejó el crack y el trabajo como había ocurrido con su compañero. Él tampoco creía poder mantener la concentración y la vitalidad que requieren esos trabajos sin la ayuda de un estimulante potente. Consiguió que su compañía le diera un trabajo menos desgastante.
La experiencia de Max y Álex no son casos aislados. Puedo llenar el vestíbulo principal de mi hospital con todos los jóvenes que trabajan en el mundo financiero que han terminado en mi consulta. La ambición tiene fin. La felicidad no tiene límites. Apostemos por la segunda».
Un último apunte: no deje de ver (o volver a ver) la excelente película Wall Street (1987), de Oliver Stone, con Michael Douglas y Charlie Sheen.