Más allá de los premios e incluso más allá de los reconocimientos que un creador pueda recibir está la perdurabilidad de su obra y más aún la influencia que tenga sobre el campo del arte en el que ha trabajado.Si pusiéramos en imágenes esa perdurabilidad por medio de un sendero que queda expedito al paso de ese creador no cabe la menor duda que el sendero abierto por Thomas Bernhard ha sido amplio y que tardará en cerrarlo la maleza del tiempo, si es que lo cierra alguna vez. Un sendero en el que yo he disfrutado desde hace muchos años. Años ya lejanos que más de una vez han hecho que lamente la avaricia lectora que me ha llevado a tener que releer alguna de sus obras si quería volver a dejarme hipnotizar por su prosa.Por eso me ha sorprendido agradablemente y mucho encontrarme con esta pequeña novela de Kertész que es un remedo descarado del estilo bernhardiano que él no oculta, al revés pone en evidencia, lo nombra dos veces a lo largo de la historia, así como a Wittgenstein, obsesión bernhardiana y tema de algunos de sus libros, como homenaje del discípulo ante el maestro. Un discípulo consagrado con el premio Nobel de literatura en 2002.A diferencia de los otros dos libros de Kertész que he leído, “Sin destino” y “La última posada”, de prosa lineal, acerada, de frase corta y ningún circunloquio ni titubeo, nada proclive a las figuras literarias enrevesadas, este pequeño libro es un festín bernhardiano.Frases interminables, con aclaraciones, contradicciones, repeticiones, enumeraciones constantes, ese darle vueltas a los alrededores de una idea, sin acabarla, sin abandonarla, ese añadir detalles hasta construir una prosa de una musicalidad hipnótica. Sólo el tema no es bernhardiano. De hijos y esposas como tema central nunca habló Thomas Bernhard, más metafísico. Y si lo hacía era de manera anecdótica. Su tema era más “él” comoser humano que “yo” como ser humano. Incluso en su autobiografía.En este librito Kertész le endosa a su hijo no nacido un largo kadish, oración judía, para explicarle porque no ha nacido y cómo fueron los años de convivencia con la que no fue su madre, aunque no hay que engañarse, Kertész está hablándonos de su imposibilidad para sobreponerse a su tema perenne, los años pasados en los campos de concentración nazis, y aunque no lo hace tema central no puede evitar que se le escape en la pg. 57: “No tengo ninguna tarea en este mundo desde que llegué al final de mi existencia”. Que por supuesto encontró en Auschwitz y Buchenwald.De porqué de este cambio de estilo seguramente tiene la culpa la convicción de Kertész de que si quería narrar algo desesperanzado, terrible, nihilista, implacable, recurrir al estilo de Bernhard era una buena opción. Y lo es. Pero más quepor el resultado conseguido por poner en evidencia que aunque de los dos fue Kertész el que más padeció en la vida, el que más sombríos recuerdos pudo tener, no ha conseguido llegar a la cima de desesperación existencial del maestro, ni siquiera en sus ataques a Hungría, remedando el odio que trasmitía Bernhard por esa Austria deshumanizada y corrupta.El horror, el sufrimiento, las calamidades sufridas por Kertész tienen una causa, un porqué. Por lo tanto se vislumbra una esperanza. No volver a repetirlo, pues se sabe cómo ocurrió. Mientras que Thomas Bernhard no tiene explicación. No lo puede evitar, mil vidas que viviera, mil vidas podía volver a sufrir. A Kertész le bastaría con huir de Europa para evitarlo. Bernhard lo lleva dentro. ¿A dónde huir?Quizá Bernhard supo ver como nadie como se engendró el horror y Kertész nos cuenta cómo era.Esto explica porque Bernhard te deja tiritando y Kertész te deja helado. Sobre todo si los has leído por ese orden.
“Kaddish por el hijo no nacido” de Imre Kertész
Publicado el 12 octubre 2016 por Miguel Angel Requejo Alfageme @MiguelARAlfagemMás allá de los premios e incluso más allá de los reconocimientos que un creador pueda recibir está la perdurabilidad de su obra y más aún la influencia que tenga sobre el campo del arte en el que ha trabajado.Si pusiéramos en imágenes esa perdurabilidad por medio de un sendero que queda expedito al paso de ese creador no cabe la menor duda que el sendero abierto por Thomas Bernhard ha sido amplio y que tardará en cerrarlo la maleza del tiempo, si es que lo cierra alguna vez. Un sendero en el que yo he disfrutado desde hace muchos años. Años ya lejanos que más de una vez han hecho que lamente la avaricia lectora que me ha llevado a tener que releer alguna de sus obras si quería volver a dejarme hipnotizar por su prosa.Por eso me ha sorprendido agradablemente y mucho encontrarme con esta pequeña novela de Kertész que es un remedo descarado del estilo bernhardiano que él no oculta, al revés pone en evidencia, lo nombra dos veces a lo largo de la historia, así como a Wittgenstein, obsesión bernhardiana y tema de algunos de sus libros, como homenaje del discípulo ante el maestro. Un discípulo consagrado con el premio Nobel de literatura en 2002.A diferencia de los otros dos libros de Kertész que he leído, “Sin destino” y “La última posada”, de prosa lineal, acerada, de frase corta y ningún circunloquio ni titubeo, nada proclive a las figuras literarias enrevesadas, este pequeño libro es un festín bernhardiano.Frases interminables, con aclaraciones, contradicciones, repeticiones, enumeraciones constantes, ese darle vueltas a los alrededores de una idea, sin acabarla, sin abandonarla, ese añadir detalles hasta construir una prosa de una musicalidad hipnótica. Sólo el tema no es bernhardiano. De hijos y esposas como tema central nunca habló Thomas Bernhard, más metafísico. Y si lo hacía era de manera anecdótica. Su tema era más “él” comoser humano que “yo” como ser humano. Incluso en su autobiografía.En este librito Kertész le endosa a su hijo no nacido un largo kadish, oración judía, para explicarle porque no ha nacido y cómo fueron los años de convivencia con la que no fue su madre, aunque no hay que engañarse, Kertész está hablándonos de su imposibilidad para sobreponerse a su tema perenne, los años pasados en los campos de concentración nazis, y aunque no lo hace tema central no puede evitar que se le escape en la pg. 57: “No tengo ninguna tarea en este mundo desde que llegué al final de mi existencia”. Que por supuesto encontró en Auschwitz y Buchenwald.De porqué de este cambio de estilo seguramente tiene la culpa la convicción de Kertész de que si quería narrar algo desesperanzado, terrible, nihilista, implacable, recurrir al estilo de Bernhard era una buena opción. Y lo es. Pero más quepor el resultado conseguido por poner en evidencia que aunque de los dos fue Kertész el que más padeció en la vida, el que más sombríos recuerdos pudo tener, no ha conseguido llegar a la cima de desesperación existencial del maestro, ni siquiera en sus ataques a Hungría, remedando el odio que trasmitía Bernhard por esa Austria deshumanizada y corrupta.El horror, el sufrimiento, las calamidades sufridas por Kertész tienen una causa, un porqué. Por lo tanto se vislumbra una esperanza. No volver a repetirlo, pues se sabe cómo ocurrió. Mientras que Thomas Bernhard no tiene explicación. No lo puede evitar, mil vidas que viviera, mil vidas podía volver a sufrir. A Kertész le bastaría con huir de Europa para evitarlo. Bernhard lo lleva dentro. ¿A dónde huir?Quizá Bernhard supo ver como nadie como se engendró el horror y Kertész nos cuenta cómo era.Esto explica porque Bernhard te deja tiritando y Kertész te deja helado. Sobre todo si los has leído por ese orden.