Kc

Por Anxo @anxocarracedo

Mucho se ha hablado sobre el último Nobel de Literatura. Sobre si la elección del ganador ha sido justa o injusta, adecuada o fuera de foco, visionaria o una simple operación de marketing. El debate es baladí, porque la Academia Sueca puede hacer con sus premios lo que le dé la gana. Y eso es exactemente lo que hace.

Pese a todo, el tumulto mediático es una estupenda oportunidad para traer a colación uno de los casos más oscuros en la historia de las ya de por sí opacas deliberaciones de la prestigiosa institución. Como es bien sabido, en el año 2010 el Nobel de Literatura fue otorgado al gran novelista peruano Mario Vargas Llosa, “por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, la rebelión y la derrota” (tal fue la justificación que se hizo pública). Sin embargo no fue esa la primera decisión que en aquella ocasión tomó el jurado. Se trata de un caso sin precedentes que el periodista Carson Foreman ha documentado de manera notable. Según un extenso reportaje de investigación publicado con su firma en el diario The Albuquerque Examiner, en el año señalado la Academia Sueca no decidió en primera instancia premiar a Vargas Llosa. Lejos de ello, la opción por el peruano fue un giro de última hora, una maniobra de funambulista que llegó cuando el acta con un nombre muy diferente estaba ya redactada y lista para la firma. ¿Qué sucedió para que una institución tan circunspecta realizase semejante cabriola? ¿Cuál fue el detonamte del cambio in extremis? ¿Quién era el autor o autora a quien el premio más prestigioso y codiciado del mundo de las letras se le escurrió entre los dedos?

Antes de continuar, es preciso dejar claras algunas nociones. A pesar de que en cuanto se acerca la fecha de la decisión las quinielas sobre los posibles premiados aparecen por todas partes, son en realidad muy pocos los periodistas que tienen acceso a fuentes directas en la Academia Sueca. No estaremos lejos de la realidad de las cosas si afirmamos que el noventa y nueve por ciento de las especulaciones, rankings y listas de favoritos que se publican son pura filfa, palabrería para entretener al lector o patraña para alimentar el enorme negocio de las apuestas. Los agentes literarios, los grandes grupos editoriales, los ministerios de Cultura de algunos países y hasta ciertos servicios secretos alimentan el runrrún. La pregunta es: ¿pueden realmente influir en la decisión de la sacrosanta Academia? ¿Puede esa influencia alcanzar el punto de  forzar un cambio de parecer de ultimísima hora? A juzgar por la investigación de Foreman la respuesta a estas pregunta debería ser afirmativa.

Volvamos al 7 de octubre de 2010. La Academia ha dado por concluido su plenario. El secretario ha redactado el acta en la que se refleja el nombre del nuevo Nobel de Literatura, acompañado por un escueto texto justificativo. Los servicios de prensa ya han sido prevenidos para que se apresten a divulgar la noticia. Sven H. está feliz, y no le faltan motivos. El elegido es el candidato que él, como cada año a lo largo del último lustro, ha propuesto y defendido con argumentos en los que el razonamiento más fino cabalga sobre una vehemencia en la exposición poco frecuente en tierras nórdicas. El académico, que como sus diecisiete compañeros se dispone a abandonar la reunión, enciende su teléfono móvil y consulta los mensajes pendientes. Uno de ellos le hace detenerse en su camino hacia la puerta de salida. La potente voz de Sven H., emitida en esta ocasión desde un rostro lívido, vuelve a resonar en la sala. La decisión ya tomada es papel mojado. La deliberación debe volver a comenzar. Y a toda prisa, pues ya es casi la hora del almuerzo.

Llegados a este punto, es el momento de desvelar la identidad de la persona que figuraba en la primera acta redactada por el jurado del Nobel. ¿Quién fue el escritor designado originalmente para recibir los honores que finalmente recayeron en Vargas Llosa? ¿Cuál es el nombre del no-Nobel? Mucho nos tememos que la respuesta a estas preguntas, desvelada por el Abuquerque Examiner, dejará in albis a la mayoría. Estamos hablando de una de las mayores incógnitas de la litetatura contemporánea: Isiah Garnett, una figura tan nebulosa que durante mucho tiempo algunos expertos consideraron ese nombre un seudónimo tras el que se ocultaba algún pope del panorama editorial estadounidense con ganas de entretenerse jugando al gato y al ratón con la prensa especializada. Pero Garnett es (o al menos fue) real.

Al conocido sociólogo de la Comunicación Marcus Wagenknecht debemos el primer redescubrimiento de este escritor afroamericano nacido en Fort Lauderdale (Florida) en el año 1950 o 1951 (las fuentes no ofrecen consenso respecto la fecha del natalicio) y que, tras un deslumbrante estreno editorial cuando apenas contaba 15 años y una carrera tan breve como fulgurante bajo la égida de The New Yorker, se esfumó sin dejar rastro. Durante dos décadas los intentos por hallar su pista fueron por completo infructuosos, hasta que Wagenknecht dio con él por casualidad, en el curso de una investigación sobre la historia de la publicidad del tabaco (el triunfo en un concurso convocado por una compañía de cigarrillos fue el estreno de Garnett en el mundo literario). Pero Marcus se dejó engañar por las pistas falsas que el misterioso autor dejó tras de sí y, dando crédito a un suelto publicado en la revista Western Horseman, lo dio por muerto.

La figura de Garnett se inserta, junto a J. D. Salinger y Thomas Pynchon, en la sólida tradición de literatos norteamericanos tan brillantes en su oficio como alérgicos a la luz pública. Pese a todo, nuestro personaje pareció disfrutar de la atención que le prestaron los medios durante los años en que se dedicó al rodeo y llegó a ser una estrella tan atípica (un negro en el salvaje mundo de los corrales) como cotizada, antes de que una fractura de coxis le obligase a una prematura retirada. En aquella época Garnett no eludía los focos de la fama, claro que se trataba de montar caballos sin domar y toros rabiosos, no de extender la capacidad expresiva de la palabra escrita.

Fue Sven H. quien redescubrió al autor por segunda vez, desmintió los errores de Wagenknecht y, fascinado por la figura del escurridizo afroamericano, lo dejó todo para ir en su busca. Su mayor mérito no fue dar con él, que lo hizo —vaya si lo hizo—, sino salvar lo principal de su obra, rescatándola de las llamas cuando Garnett ya había decidido arrojarla al hornillo precariamente instalado en la autocaravana en la que pasaba el húmedo invierno de Oakland (California). Allí se conocieron. Allí se hicieron amantes. Allí Sven H. comenzó a traducir al sueco la monumental obra a la que su autor había dedicado su azarosa vida, antes de que el alcohol lo redujese a la más absoluta indigencia. El sueco no sólo logró salvar la mayor parte de su trabajo, sino que porfió con Garnett hasta lograr que desistiera de la loca idea de reunir todo el material en un único volumen de más de diez mil páginas bajo el título de Regímenes. Finalmente nuestro singular autor atendió a razones y aceptó el plan editorial que su amante negoció con la editorial Random House, consistente en dividir el monstruo en cinco libros más manejables: Réginen de lluvias, Régimen de vientos, Régimen de espantos, Régimen estricto y Antiguo Régimen. La publicación del primero impactó a la crítica, que reacciona con entusiasmo ante un material de potencia lírica muy poco usual y con una capacidad única para maridar géneros que van desde el haiku hasta el guión de película pornográfica, pasando por la narración experimental, el folletín detectivesco o el ensayo aforístico. Sin olvidar, por supuesto, la novela de no ficción. Pero la desidia de la editorial, que nunca vio claras las posibilidades comerciales de una obra tan compleja, impidió que Garnett se convirtiese en un fenómeno de masas, relegándolo a la suburbial condición de escritor de culto.

La convivencia de Sven H. e Isiah Garnett se prolongó durante dieciocho meses e incluyó tres viajes fuera de los Estados Unidos de Norteamérica, todos por iniciativa del segundo, uno a La Habana (violando el embargo) para conocer a José María Fonollosa, otro a México para entrevistarse con Cesárea Tinajero y el último a Zaragoza (España) para participar en un taller de mindfulness dirigido por un jovencísimo Manuel Vilas. Un resplandeciente mediodía de junio el sueco, al volver como cada viernes de hacer la compra en el Wal-Mart, se encontró vacía la autocaravana. Sobre la mesucha de la cocina encontró una nota manuscrita con una única palabra en versales: A-U-R-O-R-A. Sólo echó en falta las botas camperas y el stetson de Isiah, pero un mal presagio le hizo estremecerse. Durante veintiocho días eternos esperó en vano el regreso de su amante, aplacando la angustia con botellines de Jim Beam de ciento venticinco mililitros que compraba de uno en uno en el Wal-Mart. Una india miwok que recorría los arrabales recogiendo envases de vidrio para ganarse unos dólares lo encontró al borde del coma etílico, se lo llevó a su vivienda (otra autocaravana) y lo convenció para que se uniese al grupo local de Alcohólicos Anónimos, donde coincidió con Lucia Berlin, trabándose entre ambos una amistad a la que no fue ajena la común admiración por Garnett y que se prolongó hasta la muerte de la extraordinaria narradora en 2004.

Cuando pudo restablecerse, Sven H. volvió al Wal-Mart, compró una maleta gigantesca, la llenó con los manuscritos de Garnett y se fue directamente al aeropuerto. Allí cogió un vuelo hasta Chicago y de Chicago otro a Estocolmo. En ambos tuvo que pagar exceso de equipaje. Apenas seis meses más tarde lo encontramos en la Universidad de Upsala leyendo su tesis doctoral, un trabajo que mereció el sobresaliente cum laude y que se publicó bajo el título de ¿Sueñan los salmones exhaustos con cupones de comida? Ruralidad, parafilias y cultura hip-hop en la pragmática de Isiah Garnett, una aproximación computacional. No tardó en ganar una plaza en propiedad como profesor de la Facultad de Filología Germánica, consagrando la mayor parte de su tarea académica a la traducción, estudio crítico y edición de la obra del escritor afroamericano con el que compartió año y medio de vida, ingente tarea que logró hacer compatible con un puesto en el Ministerio de Cultura desde el que dirigió los programas de cooperación entre Suecia y Estados Unidos. En 2005 Sven H. ingresó en la Academia, y durante cinco años consecutivos propuso a Garnett para el premio Nobel de Literatura, defendiendo su candidatura con creciente convicción, pese a no haber vuelto a tener con él ningún tipo de contacto. Lo cierto es que, a día de hoy, fallecido Sven H., sólo una ejecutiva de la agencia literaria Carmen Balcells puede dar razón de si el de Fort Lauderdale está vivo o muerto.

Sea como fuere, es indudable que en aquel mes de octubre de 2010 Garnett estaba vivito y coleando. ¿Por qué entonces la Academia se echó atrás cuando ya había decidido concederle el premio de los premios? ¿Cómo se explica que la persona que presentó y defendió su candidatura fuese la que advirtió, con el tiempo cumplido, que debía revisarse la decisión? Es en este punto donde es inevitable volver a la vidriosa cuestión de los grupos de interés que tratan de influir en la designación del Nobel de Literatura. Existen efectivamente entidades que realizan un auténtico trabajo de lobby para respaldar a sus candidatos o para evitar que el galardón acabe en manos de personas que, por las razones más dispares y en ocasiones absolutamente injustas o arbitrarias (recuérdense los casos de Pérez Galdós o Borges, o la preterición de gigantes como Pessoa o Cortazar), figuran en su lista negra. El reportaje del Albuquerque Examiner no es categórico respecto a las razones por las que se privó a Garnett del premio. Sin embargo, con documentos procedentes de Wikileaks, demuestra que en la mañana del 7 de octubre de 2010, mientras permanecía reunido con sus colegas de la Academia decidiendo el nombre del premiado, Sven H. recibió un mensaje cifrado de Dwight Curly McFarlane, director del departamento de Asuntos Transnacionales de la Central Intelligence Agency, la archiconocida CIA. Aquí se traza la línea que separa los hechos demostrados de la especulación. Sin duda es en este último terreno donde hay que situar la teoría de Carson Foreman, redactor del Examiner, para quien el impenetrable mensaje de McFarlane es una orden categórica, so pena de suspensión de sustanciosos programas de colaboración sueco-estadounidense, para que no se entregue el Nobel de Literatura a Isiah Garnett. Orden servilmente acatada por Sven H. en primera instancia y asumida acto seguido por la Academia.

¿Por qué? ¿Qué interés podía tener la CIA en impedir que un escritor estadounidense marginal recibiera el premio? Probablemente ninguno. Foreman piensa que McFarlane actuó por cuenta propia, prevaliéndose de su poder como alto funcionario de la temida agencia de inteligencia pero movido en realidad por los intereses de otra entidad bien diferente, a la que estaba vinculado en su condición de presidente honorario. Hablamos del KCK Bureau of Agriculture and Commerce. Para seguir adelante con la explicación, es preciso decir unas palabras sobre Kansas City y su singular condición de ciudad repartida entre dos estados. Donde el río no ejerce de frontera, lo hace una simple calle y, de este modo, la acera oeste de la State Line Road se encuentra en Kansas City (Misuri) —nombre habitualmente abreviado como KC—, mientras que la derecha pretenece a Kansas City (Kansas) —alias KCK—. A ambos estados  les contempla una larga serie de desencuentros históricos, desde el alineamiento de Misuri con el bando esclavista en la época de la Guerra de Secesión, frente a los abolicionistas de Kansas, hasta el más reciente dominio del partido Republicano en este estado y del Demócrata en aquél (por mucho que en las recientes elecciones presidenciales Donald Trump haya logrado poner de acuerdo a ambos).

Así pues, en la decisiva fecha del 7 de octubre de 2010 el espía estadounidense encargado de las relaciones con Suecia (no tan triviales como pudiera pensarse: recuérdese el espinoso caso de Julian Assange o tragedias no aclaradas como el asesinato de Olof Palme o la matanza de isla de Utoya) presidía al mismo tiempo una institución local en la Norteamérica profunda empeñada en prolongar una inveterada guerra con el vecino de al lado. Una refriega chusca y provinciana en la que los contendientes no repararían en eventuales daños colaterales ante la ocasión de bombardear cualquier iniciativa, fuese quien fuese su promotor, que pudiese reportar alguna ventaja al rival. Tal circunstancia (no necesariamente insólita) se cruza con el hecho de que, en la madrugada del día anterior a la reunión del jurado del Nobel, Isiah Garnett —escritor marginal, ex alcohólico o tal vez alcohólico en ejercicio, antiguo ojito derecho de The New Yorker y atípica estrella fugaz del rodeo— publicase en Whitman’s axile, blog del taller de creación literaria de la californiana Pleasant Valley State Prision, un auténtico canto a la ciudad de Kansas City (Misuri), una endecha articulada en quince jornadas bajo el escueto título de KC. En cuestión de horas —y aquí regresamos del terreno de la especulación al de los hechos—, la institución correccional decretó la clausura del blog y la destrucción de todos sus archivos, al tiempo que el narrador y poeta afroamericano obtenía la borrosa dignidad de no-Nobel.

Sin ánimo de alimentar gratuitamente la polémica, ni mucho menos dar pábulo a las elucubraciones de Carson Foreman, que tal vez hayan ido demasiado lejos, pero con la esperanza de que pueda arrojar alguna luz sobre el oscuro caso, reproducimos a continuación la última pieza de la mencionada serie KC en versión al castellano del propio redactor del Albuquerque Examiner.

Quiero vivir en Kansas City (Misuri).

Quiero comer pollo frito, leer a Paul Valery en lengua inglesa y tratar de entender. En KC. Comer pollo frito, leer a Paul Valery y recordarte.

Quiero vivir en un motel a las afueras de KC y follar con putas hiperlaxas con el televisor a todo volumen. Tendré sobre mi cuerpo viejo el cuerpo joven y elástico de un puta joven y elástica que ha aprendido a cabalgar en el rodeo y que dice oh yea en el momento exacto en que los Chiefs logran un touchdown de cincuenta yardas. Debo pensar en cosas tristes para no correrme.

Pienso en los excrementos de los pollos antes de que sean pollos fritos y pienso que la puta que me ha tocado hoy es una chica honrada y entusiasta, y sueño que tiene una coleta larga que se balancea  al ritmo de su calbalgar de cow-girl y de sus oh yeah de buena chica.

Quiero vivir en la ciudad del ganado, follar con putas honradas y convertirme en una leyenda.

¡Oh viejos cuerpos de las putas jóvenes! ¡Oh reinas de la belleza del Medio Oeste! ¡Oh culos como manzanas golden de los mejores campos de California! Venid a prender en el cabecero de mi cama de alquiler vuestros candados del amor eterno.

Venid. Nos sentaremos a escuchar los jadeos en la habitación de al lado en un motel de las afueras de Kansas City, un motel frecuentado por suicidas que ofrece televisión por cable a su distinguida clientela.

Quiero ser una leyenda, como Butch Cassidy, como Joe Montana, como Paul Valery, y comprender.

Quiero vivir en Kansas City (Misuri). Quiero olvidar el sol de la tarde sobre los campos de centeno y recordarte.