Tan importante como la moral que transita por las páginas de Hambre es la geografía que por las mismas recorre su protagonista, una singladura magníficamente ilustrada por la más que certera traducción de Kristin Baggethun y Asunción Lorenzo, que recogen el texto original noruego y no parten de las traducciones existentes que del texto había en alemán, y no queda sino decir que lo hacen con gran acierto y valentía, pues son capaces de plasmar en negro sobre blanco esa pasión errática del protagonista, y no sólo describiendo las rutas por la ciudad con un tratamiento más que acertado del callejero de Christiania, sino que también se traslada a los diálogos, porque al dejarlos tal cual los escribió Hamsun, nos acercan mucho más hacia esa verdad y esa libertad impulsiva que profesan el escritor y su protagonista, que como un Don Quijote va en busca de su amada y de sus propios molinos de viento a los que presentar batalla. Ylayali se llama la amada que Hamsun proporciona a su personaje, que se desenvuelve entre misteriosa y enigmática a la par que impulsiva como su propio pretendiente, y que retrata a un personaje femenino diferente para los usos de la época, donde la confusión en este caso se convierte en virtud.
Hambre es por encima de todo un canto a la libertad; un sentimiento al que Hamsun despoja de cualquier aderezo, y en esa pureza plagada de fríos ingratos y oscuros, trata de adivinar un poco de luz y esperanza fijándose en el individuo. Un individuo que se posiciona frente a una sociedad que poco a poco camina hacia una desnaturalización de la especie humana. Y en esa lucha es donde Hamsun presenta batalla y en donde la creación artística se levanta como el mejor estandarte con el que un hombre puede hacer frente a la desventura que se le avecina, cubriéndose para ello con una espesa capa de lirismo desesperado con la que poder emprender una travesía que no conoce un final.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.