Los ochenta del siglo XX disfrutan hoy de su nivel máximo de mitificación porque nuestra generación ocupa los puestos clave en cualquier ámbito social de influencia: para conseguirlo no hemos tenido que hacer méritos ni nada, simplemente crecer y suceder a nuestros predecesores. A ellos y a los que vienen detrás les vendemos nuestra juventud como un tiempo de descubrimientos y conquistas, de una inigualada felicidad sin cortapisas, de una década marcada por lo mejor de la cultura... hasta que llegó el sida y nos convirtió de la noche a la mañana en defensores a ultranza de la monogamia y la fidelidad. A continuación, sin que nadie diera por oficialmente finalizada la diversión, entraron por la puerta compromisos emocionales, hijos, viajes organizados, segundas residencias, segundas hipotecas, segundas parejas... Una mañana, a mediados de los noventa, nos levantamos y nos dimos cuenta de que nos habíamos convertido en nuestros padres, exhibiendo orgullosos sus ideas sobre la educación y la tradición, las mismas contra las que habíamos construido nuestra identidad «rebelde». Por medio de una extraña alquimia, nos hemos etiquetado como la única generación a caballo entre lo analógico y lo digital que ha conocido lo mejor de ambos mundos: preservando aquello que merece la pena del primero y valorando en su justa medida las innumerables novedades del segundo. Este será el mito que les tocará hacer añicos a nuestros hijos, hartos de escuchar cada dos por tres batallitas sobre el paraíso perdido de nuestra infancia analógica (estamos encantados de poder asegurar que fuimos los últimos que la disfrutamos) y nuestras anécdotas de pioneros que se adaptaban sin apenas tiempo a una protointernet todavía por regular. Igual que a nosotros nos tocó enterrar la enfatuada militancia sesentayochista y el «revolucionario» cambio de costumbres de nuestros padres, nuestros hijos deberán imponer su nuevo modelo de relación interpersonal que incluye el ocio digital de serie, su economía de supervivencia en un mundo instalado en la precariedad permanente y, ya que vamos a hablar de libros, una literatura más intensa y --por definición-- más breve.
¿Entre tanta mediocridad, qué escritores y literaturas han surgido? Eduardo Mendoza me ha parecido siempre el último ejemplar vivo de la literatura que precede al relevo de los escritores ochenteros, paradigma de una forma de entender la escritura y la novela hecha de experiencias que presagian nuestro giro hacia el convencionalismo vital y ficcional: su etapa como traductor en Nueva York es un hito al que muchos aspiramos desde nuestras adocenadas y rutinarias existencias marcadas por el bienestar doméstico y el trabajo estable. En nuestra generación, los que han conseguido convertirse en escritores son personas que, gracias a ciertos azares de la vida, y sin renegar del todo el ambiente en el que han crecido, se han sacudido una parte del principio de supervivencia característico de la clase media: Ray Loriga (guionista y escritor), Fernández Mallo (físico de partículas y poeta), Toni Sala (profesor y escritor).
En este paisaje, Amélie Nothomb representa las bondades de la atrofia de esta evolución entre convencionalismo y literatura: nacida en Japón, ha vivido en numerosos países debido a los diferentes destinos diplomáticos de su padre, para acabar recalando en la Bruselas de sus ancestros a los diecisiete años. Originaria de una familia ultracatólica y conservadora en cuanto a ideas políticas y sociales, Nothomb ha descubierto en los lugares donde ha vivido (China, Estados Unidos, Laos, Birmania, Bangladesh) un mundo que, al igual que le sucedió a Juan Goytisolo, choca y se contradice con la mojigatería y el tradicionalismo que transpira su entorno familiar, al que no obstante no duda en recurrir, regresar y explotar de vez en cuando en sus libros, al menos en los más autobiográficos. Aun así, lo que más llama la atención de Nothomb es su escandalosa creatividad: como un Woody Allen literario, desde 1992 ha publicado una novela al año, aunque afirma haber escrito cuatro veces más (escribe entre cuatro y doce horas al día). Su familia --en la elite económica, social y cultural-- no es exactamente un arquetipo de la clase media, pero su ideología de base carpetovetónica la aproxima bastante al paradigma de la escritura ochentera: banalidad, imperio del sentido común, idealismo y romanticismo latentes, mundos cercanos o lejanos descritos desde un punto de vista doméstico, desencanto...
He leído Antichrista (2003) conteniendo la respiración; de la misma manera que da la sensación de haber sido escrito: su brevedad y su condensación narrativa, completamente supeditada a las necesidades del relato, son sus principales virtudes. No hay nada accesorio en la novela, lo que no aporta nada a la historia es ignorado (descripciones, estudio de los personajes...), únicamente cuentan los hechos, suficientemente reveladores en sí mismos, gracias a la capacidad de síntesis de Nothomb. La historia arranca en cinco páginas, y en las diez siguientes ya están establecidos los puntos básicos de conflicto y presentados los personajes. Al final del primer capítulo sabemos todo lo necesario y estamos preparados para anticipar acontecimientos gracias a una serie de sucesos significativos, con una dosificación del tiempo narrativo que se me antoja completamente intuitiva, nada planificada. Nothomb emana narración. Antichrista es, además, una novela adolescente: una chica de dieciséis años cuenta su encuentro con Christa, una compañera de universidad que es lo opuesto a ella en aspecto, carácter y actitud y sin embargo se apodera de su vida, convirtiéndola en una pesadilla. Es un argumento que recuerda mucho a las paranoias íntimas al estilo La mano que mece la cuna (1991), donde el peligro acecha justo al lado y tú eres el único que lo ves. Para el resto de los que te rodean todo son imaginaciones tuyas.
El ambiente adolescente de la historia es un factor que imprime efectividad a la novela, mientras que el estilo directo y cortante de Nothomb aporta una visión maniquea y tajante de la realidad, la misma con que los adolescentes juzgan el mundo que descubren y a sus mayores. Antichrista pertenece al grupo de novelas más autobiográficas de su autora, sacada de sus experiencias durante su estancia en la Universidad Libre de Bruselas, de ambiente progresista y desinhibido, en las antípodas del puritanismo familiar en el que se había criado la autora. Precisamente el tono adolescente atrae todavía más y disculpa todos los excesos (que los hay). El lector contemporáneo espera de la literatura inmediatez, ritmo, historias que le lleven y le traigan de vuelta con alguna moraleja no excesivamente cargante o una incipiente toma de conciencia. Temas cotidianos, nada de excursos y filosofías de la existencia ni paradojas políticas ni testimonios perjudicados por la locura o la obsesión. En una palabra: intensidad. Y eso es lo que nuestra generación ochentera, tan apegada a la tierra, trata de aportar; y por eso Amélie Nothomb se ha convertido en una estrella literaria de primer orden. Sus virtudes como escritora y la vigencia de sus libros es otra cosa, de momento está fuera de toda duda que el efecto de sus narraciones es exactamente lo que necesitan estos tiempos marcados por el hipertexto: claridad, rapidez e intensidad. En dos palabras ahora: satisfacción inmediata.
Ahora quiero leer Estupor y temblores (1999) --y luego ver la versión cinematográfica rodada en 2003 por Alain Corneau-- la novela que la lanzó a la fama, sobre su decepcionante experiencia laboral en una multinacional japonesa: la localización y el tema prometen grandes dosis de crítica y paradojas de la existencia globalizada. «No cargar con lo superfluo y rebosar de lo necesario» ese es el oxímoron que mejor define la extraordinaria prosa de Nothomb. Del convencionalismo más doméstico también puede surgir buena literatura, aunque sólo sea para consumo de nuestro hiperdesarrollado sentido de pertenencia generacional.