La aristocracia de Harlem: Cotton Club, la imagen de un sueño de cine. Francis Ford Coppola, el magnate contra el artista.

Publicado el 05 agosto 2010 por Esbilla

Cotton Club (The Cotton Club)

Director: Francis Ford Coppola

1984

Estados Unidos

128 min.

Fotografía: Stephen Goldblatt

Música: John Barry

Guión: Francis Ford Coppola, William Kennedy y Mario Puzo

Reparto: Richard Gere, Diane Lane, Gregory Hines, Nicolas Cage, Bruce McVittie, Lonette McKee, Bob Hoskins, Fred Gwynne , James Remar, Allen Garfield, Gwen Verdon

Ensoñación cinéfila que pretende una imposible mixtura de estilización esteticista del cine gangsteril de los 30, declaración de amor al musical filtrado por el experimentalismo técnico y la visión intelectualizada ya ensayada en Corazonada y melodrama kitsch metatextual.

El resultado es tan encantador como deslavazado y narrativamente cojo (por momentos aparenta casi la parodia relamida de su obra anterior, montaje paralelo incluido), funcionando solo a ráfagas y acusando todo tipo de desajustes (tonales, estéticos, interpretativos, etc…) producto de intentar hacer malabares con una multitud de influencias/referencias por completo incontrolables: bellísimos números de claqué de rara abstracción se abrazan a guiños visuales a las crook storys de la edad de oro y bailan con préstamos formales tomados del cine italiano de los últimos 60 y primeros 70 (de Francesco Rosi, Giuliano Montaldo, Bernardo Bertolucci, Sergio Leone…) que ya le había servido a Coppola como elemente estilístico clave en la fenomenal conjunción de elementos norteamericanos y europeos que fue El Padrino, o incluso se lanza a una invocación de la sensibilidad del imprescindible Dennis Potter y sus reflexiones, siempre agudas, siempre penetrantes, a cerca de cómo la ficción, la música y el cine influyen sobre el inconsciente popular, alterando la percepción del recuerdo -en muchos aspectos la estremecedora Pennies from heaven (vista aquí) es, desde su modestia, mucho de lo que esta solo logra a fogonazos-.

Un elemento, este, que seguramente resulta el más interesante de todo lo que se plantea en Cotton Club, al conectar de una manera profunda con algunas de las nociones sobre el hecho cinematográfico y sobre la autoría que tiene un director que, en palabras del clásico José María Latorre, maneja un concepto global del cine como “un conjunto de imágenes, en principio también inocentes, transformadas en artificio y simulacro por el ritual de la puesta en escena”. No es de extrañar que Coppola insistiera por tercera vez (la olvidada El valle del arco iris en 1968 inauguró su tormentosa relación con los grandes estudios) en el musical, género “artificial“ y “puesto en escena” por antonomasia, como vehículo expresivo perfecto para esta noción personal del medio en forma y fondo. Cotton Club es, así, una gran puesta en escena metacinematográfica, capaz de ponerse a funcionar a tres niveles distintos, perfectamente simbolizados por su protagonista, Dixie Dwyer: músico de jazz, matón de un mafioso (el hiperviolento Dutch Schulzt) y estrella de cintas noir en las que interpreta a una versión romántica de la versión romántica que interpreta en una película llamada Cotton Club.

Musical, noir y cine dentro del cine. Es esta idea de yuxtaposición de (ir)realidades lo que hace que la película se sobreponga a su propia mediocridad, a su propósito desesperado de gustar y vender convirtiéndose en perfecta metáfora del combate de Coppola contra la industria y contra si mismo, contra su deseo ferviente de revivir, a través de Zoetrope o a través de su propia presencia totémica , la figura del tycoon, del sultán del Hollywood (nuevamente idealizado por la memoria alterada por las películas), demiurgo y creador/controlador de un mundo propio, a la vez capaz del más fabuloso triunfo económico y de las cotas artísticas más elevadas. La fantasía cinéfila definitiva.

En esta cinta se refleja (y se vive) esa dualidad de manera superior a cualquier otra de cuantas haya rodado Coppola -incluso la historia en si está duplicada: Gere por un lado, Hines por el otro-. Finiquitado el sueño del cine-estudio y las maravillas electrónicas y digitales del American Zoetrope original tras el monumental descalabro que supuso Corazonada, un brindis cegadoramente hermoso a un sol de neón, había alternado el encargo con lo personal en el díptico Rebeldes/La ley de la calle donde daba, nuevamente, las dos versiones de si mismo como dios bifronte del caído Nuevo Hollywood, utilizando como medio los textos generacionales de la escritora adolescente S.E. Hinton. Pero si entonces fue capaz de racionalizar su situación y dirigir un film con cada mano, acudiendo, además, a las viejas enseñanzas del zorro Corman en cuanto a la optimización de recursos y oportunidades, no lo será ahora, en 1984. Contratado nuevamente por el simpar Robert Evans después de que el proyecto pasara por las manos de Robert Altman y financiado a espita libre por un par de hermanos libaneses dueños de hoteles y casinos, Fred y Ed Doumani, como inversores principales, Coppola se encontró en una situación potencialmente combustible: tenía demasiado, dinero, demasiados medios y nadie lo controlaba (para más y mejor consultar la excelente monografía publicada en Cátedra por Esteve Riambau en1997 que ha servido como documentación para este artículo). Se apropió de una idea que le fascinaba rápidamente y montó de nuevo toda la escenografía, las coreografías, el reparto, reescribió todo el material como quiso desde su sueldo de dos millones y medio de dólares. Salía del pozo financiero en el que se había metido para encontrase en medio de un sueño, en medio de una superproducción potencialmente artística. Y potencialmente ruinosa.

Y aquí está otra vez la dualidad, y otra vez el fracaso. El film no funciona o más bien no funciona suficientemente porque las previsiones de gasto iniciales se habían desmadrado. A la idea original de un musical con balas, Coppola, opone su propia creación de un universo progresivamente abstracto, donde se apela a ideas y símbolos sobre los géneros cinematográficos, donde se hace más y más explícito el escenario (hasta concluir en ese final que funde las distintas “realidades” del film en un solo escenario, en una sola “puesta en escena”) y con él la cualidad del Cotton Club como epicentro del universo creado dentro de la película en el que, finalmente, se hermanan los personajes reales, los ficticios y los diferentes códigos genéricos en los que se mueven.

Todo mucho más complejo de lo que el proyecto inicial dejaba entrever o de lo que cualquier espectador que se sienta a ver la película espera recibir. Porque si no fuera suficiente con este substrato teórico tan enrevesado, con este juego de espejos, metáforas y ensueños, Coppola añade todavía más capas, trata de abarcar también el comentario racial (eso está en la base de la época y de un club de artistas negro para público blanco con nombre de plantación) y la evocación historicista tanto en un plano puramente ambiental (vestuario, diseño de producción,….) como también con la utilización de personajes reales ficcionados y personajes directamente ficticios interactuando sobre la idea de “posibilidad” perfectamente coherente con la idea principal de representación de lo real, del cine como creación coreográfica del mundo. Esto provoca un inflación de secundarios y subtramas que se ramifican y ramifican hasta el infinito, dando la sensación de que cada uno tiene su propia película pero que esas películas están peleadas entre si.

Cuenta para ello con un reparto de impresión  -repartiendo papelillos para glorias de todo pelaje, desde el fundador del Living Theatre Julian Beck, hasta el sex-symbol underground Joe Dallesandro, pasando por el entrañable Woody Strode o un ya imprescindible Tom Waits- pero paradójicamente mediocre donde solo destaca realmente, el embrujo de Diane Lane (todas las escenas en las que sale parecen mejores y Coppola se crece a su alrededor, logrando momentos de extrema sensualidad que incluyen un fascinante homenaje a Man Ray), el elegante carisma de Gregory Hines y, sobre todo, la estupenda pareja que componen Bob Hoskins y el inolvidable Herman Munster, Fred Gwynne (inolvidable la escena del reloj, la complicidad entre ambos actores y el inmediato efecto cómico que provocan sus físicos disímiles) como Owney Madden y Frenchy DeMange, los dueños auténticos del club.
Desde luego la banda sonora de antología, así como la multitud de aciertos parciales (el uso de las sombras, las transiciones retro, la recuperación de un recurso caido en deshuso como el encadenado o incluso la apostura atemporal de Gere, entre otros detalles) que no logran dar unidad a un conjunto demasiado ambicioso en la cabeza de su creador pero prácticamente de llevar a la práctica: una especie de “wall of soundspectoriano llevado al cine.