En octubre de 1998 la sala de subastas británica Christie's ofreció en su catálogo de novedades una joya al parecer del siglo XII. El objeto a subastar contenía unas hojas de papiro escritas en griego en donde, además, se translucían -gracias a los rayos X- los caracteres y dibujos del famoso matemático y erudito griego Arquímedes, nacido en el siglo III a.C. No fue sin dificultades la venta del preciado objeto, ya que el Patriarcado de Jerusalén, una iglesia ortodoxa autónoma de Palestina -la más antigua organización eclesial cristiana-, litigaba por ese tesoro arqueológico argumentando la propiedad de dicho papiro. Y es que, efectivamente, así fue; un monje escribano de Constantinopla, sede principal entonces de dicha iglesia, utilizó los papiros que dos siglos antes un colega suyo ya hubiese creado para transcribir antiguos escritos del siglo III a.C. del propio griego Arquímedes y de otros autores.
La Corte Federal norteamericana falló a favor de la casa de subastas, con la peregrina explicación de que la ejecución de los derechos del Patriarcado ya habían prescrito. Es decir, que la propiedad de los tesoros que alguna vez se hayan perdido deben, de modo constante y claramente, tenerse bien publicitadas y reivindicadas. Así, el Palimpsesto de Arquímedes fue subastado por dos millones de euros en 1998 a un, al parecer, millonario de las nuevas tecnologías. Es la vileza, la maldad indigna de aquél que a sabiendas del daño que hace destruye, no para sí ya sino para toda la Humanidad, un tesoro como fue la herencia de sabiduría que el genio griego creara para explicar y demostrar aún más las oscuras sinuosidades de la Naturaleza. No sólo se conformó el monje con borrar u ocultar los caracteres, sino que descosió las hojas, las dobló y las cortó para así poder utilizar más páginas en el nuevo útil bíbliográfico que confeccionara.
Cuando el dolor le sobrevino en su difícil estadía en 1889 en Saint-Remy-de-Provence, Vincent van Gogh pintó un lugar agreste y desolado cerca de su sanatorio. Fue ingresado allí entre otras cosas por querer ingerir sus pinturas. Con el tiempo mejoró, pero, al verse sin sus pinceles y sus pinturas, su desánimo provocó que le dejasen recorrer, al menos, los alrededores. Pronto dibujaría y se recuperaría con tal fuerza que encontraría en el paisaje de la Provenza un revulsivo para su espíritu. Pintó la naturaleza florida, llena de plantas y vegetación abundante del mediodía francés. Casi diez dibujos de vegetación salvaje y cautivadora de hojas, de ramas y de vida llegó a plasmar en los diez lienzos que su hermano Theo le enviaba. Sin embargo, de pronto, su estado de ánimo cambió; quiso pintar un desfiladero abrupto, rocoso, hendido, solitario, pedregoso, casi desierto también, cercano a Saint-Remy. Pero, ahora, no le quedaba ya lienzo alguno que utilizar, su deseo inspirador y alegre había consumido los diez disponibles. Así que no lo pensó mucho, reutilizó uno de ellos, uno que tenía ese paisaje vegetal exuberante, y creó, después de sobrepintar con pigmentos blanquecinos, su obra que tituló El Barranco. Todo un alarde de creación encima de otra creación, aunque en este caso causada por el mismo creador.
Antes de que el gran Miguel Ángel (1475-1564) fuese designado por la ciudad de Florencia para realizar una escultura del héroe bíblico David, otros escultores fueron elegidos para llevar a cabo tamaña obra. Fue el caso del artista también florentino Antonio Rossellino (1428-1479), escultor de conjuntos sagrados en iglesias de la ciudad así como de algún David que ya osara crear algunos años antes. La historia comienza en 1464, once años antes de nacer Miguel Ángel, cuando se encargaron esculturas para la catedral de Florencia que tuviesen que ver con personajes del antiguo testamento. El bloque de mármol había sido especialmente llevado a la ciudad para su utilización en alguna de esas obras de Arte. Un artista entonces malogró el bloque, dejando menos espacio para la idea que se tenía del volumen que se precisaba. Años más tarde, Rossellino trató de usarlo, pero, después de fracturarlo aún más, desistió enojado por no poder aprovecharlo. Quedó años abandonado en los talleres de la ciudad. Así, hasta que le encargaron a un talentoso joven escultor que hiciese lo que pudiese con aquel trozo de mármol abandonado. En 1504, con una inspiraciòn sublime, entregó a su ciudad un David acoplado en su belleza a los contornos reutilizados y delimitados por los intentos de otros antes que los suyos.
La impulsiva y deseosa necesidad de pintar llevó en 1923 al adolescente Dalí (1904-1989) a crear, en tan sólo un cartón como lienzo, un óleo que plasmara la belleza mitológica y elegante de unas jóvenes situadas alrededor de una fuente clásica. Fueron sus primeros años. Fueron la avidez, la ineludible avidez que lleva en esos momentos del comienzo creativo a la improvisación y al utilitarismo de los medios que sean para expresar la inspiración. Dos años después utilizó el mismo cartón, aunque esta vez por el otro lado, para pintar a su hermana Ana María de espaldas, postura de modelo que empleará en más de una ocasión años después. De este modo el cuadro, visible por ambas caras, dispone, como un conjuro mágico y surrealista, un anverso y un reverso, genialidad y necesidad que el autor llevó a compaginar magistralmente.
No sólo los palimpsestos han sido objetos únicamente de escritura en papel, papiros o telas; también en piedra. Cuando el faraón Seti I (XIX dinastía, de 1294 a 1279 a.C.) consiguió ampliar el reino y ganar las batallas que sus antecesores no hicieran mandó construir un templo en la antigua ciudad y necrópolis de Abidos, en el Alto Nilo. Ahí, en su templo, sus constructores inscribieron sus cinco nombres (los faraones llegaban a tener hasta cinco distintos) y sus hazañas. También ordenó grabar en piedra los nombres de todos los reyes que le precedieron, salvo el infiel Akenatón o el indeseable Hatshepsut. Pero, cuando su hijo Ramses II le sucedió en el trono quiso construir su propio templo, aunque no pudo competir con la grandeza del de su padre. De este modo, y para inmortalizar su fortaleza, consintió que las inscripciones de Seti I fuesen ocultadas en argamasa y grabadas encima las suyas propias. Esta curiosa actuación, que por otro lado no era infrecuente en el antiguo Egipto, fue la causa de que algunos aficionados al enigma y al misterio identificaran además algunos símbolos e ideogramas egipcios como aviones, naves espaciales o submarinos. La explicación era más simple. Esta superposición en la argamasa configuró esas divergentes y extrañas figuras que, al paso de los años, fueron superponiéndose en esas curiosas formas al desprenderse algunas incisiones de la argamasa. En este caso fue el oportunismo, tanto del faraón inescrupuloso al crear el palimpsesto pétreo, como de los investigadores del misterio populista al interpretar el efecto por la causa.
(Óleo de Dalí, Figura de espaldas, 1925; Óleo de Dalí, mismo cuadro, reverso, Ninfas y señoritas en la fuente del jardín, 1923, Fundación Gala-Salvador Dalí, Figueras, España; Cuadro de Vincent van Gogh, El Barranco, 1889, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU; Cuadro de van Gogh, Vegetación salvaje, 1889, Museo van Gogh de Amsterdam, otro mismo dibujo que éste está pintado debajo de El Barranco; Fotografía del rostro del David de Miguel Ángel, 1504, Florencia; Fotografía del rostro de la escultura El joven San Juan Bautista, del escultor Antonio Rossellino, 1470; Imagen del Palimpsesto de Arquímedes, donde se aprecian los dibujos y el texto transcrito del matemático griego; Fotografía de una estela grabada en una pared del templo de Abidos donde se observan las figuras de Seti I -la mayor- y su hijo Ramses II realizando ofrendas ante la lista de los setenta y seis reyes ya fallecidos, templo de Abidos, Egipto; Fotografía de unos relieves del templo de Abidos, donde se observan los ideogramas con parecidos curiosos a formas de objetos y aparatos modernos.)