Una vieja costumbre de la Armada Española permite a la marinería tomar el mando del buque durante unas horas al cruzar el Ecuador por primera vez en una campaña. Permitidme aquí que tome el paralelo máximo como metáfora perfecta de la propia vida. Durante esa jornada se interrumpe la rutina a bordo y se declara festiva, reteniéndose únicamente los puestos necesarios para garantizar la seguridad y la correcta navegación. El cabo más antiguo de la dotación, disfrazado con ingenio, representa el papel del dios Neptuno y, desde la cofa del trinquete, llama al puente anunciando su llegada y el sano propósito de hacerse cargo del barco. Majestuosamente sentado, Neptuno es arriado hasta cubierta, donde le espera su cortejo: la ninfa Anfitrite y una cohorte de negros armados de chuzos. Todos juntos se dirigen al puente en procesión aparentemente solemne para tomar el mando de manos del comandante, siempre Dios en un barco. Una vez finalizado el traspaso de poderes se encaminan todos al combés, donde se ha preparado el estrado. Desde allí Neptuno bautiza a los neófitos, les gasta bromas, exige impuestos o tributos y concede mercedes.
Es decir, como la vida misma, pero mucho mejor. Porque siempre es más fácil la vida a bordo que subidos en este mundo extraño del que a veces, últimamente demasiadas veces, nos queremos bajar. En esto de navegar, o en esto de vivir, que más o menos es lo mismo, todo se reduce a una sencilla cuestión de cortesía y en la marina de guerra, la cortesía, se practica incluso con los enemigos, pues el deber de un marino de guerra, no lo olvidemos, es infligir en ellos el mayor daño posible pero sin atentar a la dignidad de nuestros pares contrarios.
La cortesía, en los marinos de guerra, y posiblemente en los otros, los simplemente marinos, implica comportamientos extraños en otras circunstancias, pero imprescindibles a bordo, ya sea dejar en cubierta la banda de barlovento a los superiores (que, por cierto, suelen invitar a quedarse); o ya sea acompañar el buenas noches después del toque de oración; o la costumbre antigua de dirigirse por su nombre a las personas. Nadie a bordo responde a una simple casilla del organigrama o se siente únicamente un número.
Si a todo esto le unimos el hecho de rechazar el abuso de emblemas y condecoraciones, usando sólo las más significativas; el evitar entrar en el alojamiento de los subordinados respetando la difícil intimidad a bordo; el observar aseo en el vestir o el sencillo procurar no gritar y por supuesto de no dar voces de atención en los sollados de marinería en horas de descanso o de comida, ni en zonas de cubierta o en los locales en los que se esté trabajando y, por supuesto, nunca en el puente, llegaremos fácilmente a la conclusión de que la vida en el mar, en numerosas ocasiones, es más fácil que la vida en tierra.
El barco, siempre, siempre, siempre, nos tolera a todos, salvando, eso sí, a farsantes, charlatanes y tramposos. Pero no suele ser el caso.
Lo dicho: un placer navegar contigo y con tu tripulación.
Luis Cercós (LC-Architects)