Cuentan que hace muchos años llegó al pueblo un caminante en mitad de una terrible tempestad. Era un hombre solo, alto, torvo, penosamente apoyado en una larga vara rematada en imágenes, dicen que paganas, y embozado bajo un sombrero de ala ancha, que con voz honda y marcado acento extranjero, pidió asilo para pasar la noche. Tantos como lo encontraron, dieron al instante media vuelta y huyeron de él como del maligno. Tal vez le tomaron por un infiel, tal vez por uno de esos malvados espíritus que como es bien sabido moran los ibones de puerto y se llevan a los hombres, o tal vez sólo temieron que se tratara de un peligroso hechicero. El caso es que olvidando la tradición de dar cobijo al peregrino, le cerraron tantas puertas como tentó, y cayendo ya la noche, se vio forzado a dejar el poblado alejándose hacia el sur por el curso del rio. Se marchó, quizá con la esperanza de encontrar alguna caridad más adelante, quizá con la leve esperanza de hallar algo de albergue en lo más profundo del bosque, y al cruzar sobre el puente de Los Peregrinos se detuvo en lo más alto y miró sobre sus pasos. Desde allí aun podía ver la aldea que dejaba atrás envuelta en la ventisca y desde allí lanzó una maldición contra sus moradores y sus hijos: arderéis dos veces, gritó, y al fin desapareceréis para siempre bajo las aguas de este riachuelo. [ Leer más... ]