La bella de amherst (emily dickinson), bajo la dirección de juan pastor: la pasión creativa de un alma encendida

Por Asilgab @asilgab

El viento que sopla las hojas de un árbol y de paso el día a día de nuestros días es solo uno de los múltiples sonidos y objetos que adornan el escenario del Teatro Guindalera, convirtiéndole de ese modo en una especie de altar: místico, único, entrañable..., donde una fantástica y portentosa María Pastor da vida a la gran poeta norteamericana Emily Dickinson y a sus fantasmas. Los objetos que la protagonista va poniendo en pie a medida que avanza la obra, no son sino otro acertado guiño a la idea de reconstrucción tan presente en la representación de esta versión de La bella de Amherst, porque esa forma de levantar objetos, simbolizan la necesaria cadencia narrativa a la hora de reinventar una vida desde las cenizas de sus recuerdos, lo que unido a la omnipresente verbalización de sus poemas, nos hacen sumergirnos en un universo propio, tan inquietante como bello. Esa fue una de las metas de Dickinson que, al igual que John Keats, se apoyó en la naturaleza y su belleza para intentar dar respuesta a la visión que cada uno tuvo de la esencia de la vida, y por ende, del ser humano. Del mismo modo, que esa última necesidad de ver y vivir el mundo desde el más profundo de los aislamientos de una casa, es la muestra de una renuncia al mundo exterior que busca reinterpretarse a través del yo poético más íntimo, tras el que subyace el convencimiento, por parte de la poeta, de las limitaciones a las que los demás la sometían. La huida de esa gran celda universal, Emily Dickinson, la resuelve mediante la creación de su propia cárcel en la que poder liberarse de la incomprensión que la rodeaba a través de la poesía, y de esa forma, pone una vez más de manifiesto el anonimato al que fue sometida una gran artista por la sociedad en la que le tocó vivir, a lo que hay que añadir la no menos necesaria redención de su silencio a posteriori gracias a la labor un familiar o amigo, en este caso, de su hermana pequeña Lavinia. De esa forma, los poemas de Emily Dickinson formaron parte de las huellas del silencio mientras ella vivió, pero a día de hoy, son uno de los máximos exponentes de la lírica norteamericana. Una renuncia, la de su obra, a la que sí se enfrentó Walt Whitman con notable éxito. En este sentido, cabría preguntarse: ¿cuáles son los parámetros mediante los que nos deberíamos plantear los conceptos de libertad, para de una vez por todas pudiéramos abandonar la travesía solitaria de Jane Eyre por los angostos páramos ingleses, o desterrar de una vez por todas el simbolismo de la loca del ático?
Casi al inicio de este único y maravilloso monólogo, la actriz María Pastor nos recuerda: «las palabras son mi vida... Dudo qué palabra escoger cuando escribo un poema... Una palabra comienza su vida cuando se escribe... Los poetas no encienden sino lámparas». Y a través de la luz de sus palabras vamos cogidos de su mano en cada frase, en cada giro, en cada uno de sus movimientos sobre el escenario, para de ese modo, dejarnos inmersos en una especie de sueño del que nunca querríamos despertar. Hay algo de mágico en estas puestas en escena, donde la vida de un creador, se convierte en verbo y en imágenes, pues en ellas sientes como su vida te va recorriendo las venas de una forma inimaginable fuera del escenario. María Pastor lo consigue, y con su mirada, sus gestos, su dicción y su fuerza expresiva, nos arrastra hasta el escenario, siendo capaz de ese modo, de romper el imaginario espejo que divide el escenario de las butacas de los espectadores. En esa especie de ola envolvente, asistimos hipnotizados a la representación de la vida de la poeta Emily Dickinson en un viaje intersensorial que, como muy bien nos recuerda María: «yo viajo por la carretera de mi alma». A lo que habría que añadir que, magnífico viaje, el que nos propone la brillantez y el acierto en la dirección Juan Pastor, que hace de la sencillez su arma infalible para mostrarnos todas y cada una de las fases vitales de la poeta norteamericana: familia, colegio, amistad, muerte, otoño, amor, invierno, religión y de nuevo el amor. «El destino es extraño», nos vuelve a recordar una sublime María Pastor, y para que no se nos olvide el leitmotiv de la vida de Emily nos apunta: «yo experimenté éxtasis por vivir». Y, en esa forma de mimetizarse con la pasión creativa de un alma encendida nos dice: ¿qué hay en la vida sino muerte y amor?
Ángel Silvelo Gabriel.